Tiempos sombríos

Tiempos sombríos

(Artícle no disponible en català).  Estados Unidos ha ido generando a lo largo de la historia reciente muchos resentimientos por los atropellos cometidos en muchos lugares del planeta. Los ataques perpretados el 11 de septiembre de 2001 en territorio americano son la expresión de esos odios. La respuesta que prepara EEUU de abrir una guerra infinita contra un enemigo etereo que denomina «terrorismo internacional» y los estados que supuestamente le dan cobijo apuntan a un futuro sombrío. Pere Ortega (octubre 2001), Notícias Obreras, nº 1298.

Todos los imperios, a lo largo de la historia, han perseguido la quimera de preservar su territorio de ataques externos y buscar la seguridad de sus ciudadanos blindando sus fronteras con ejércitos y equipamientos, desplegando allende de sus territorios bases desde las que controlar y atacar a posibles enemigos. Esa búsqueda de la seguridad perfecta, absoluta, la historia, también nos demuestra que ha sido vana, puesto que la seguridad basada en el militarismo lleva implícita una violencia desmesurada con la que someter a otros pueblos, y que inevitablemente genera odios que se volverán contra el propio imperio hasta hacerlo desaparecer.

El caso de Estados Unidos no es ajeno a otros imperialismos del pasado. Pues a pesar de revestirse de un aura de defensa de la democracia y la libertad, a lo largo del siglo XX han sido muchas las arbitrariedades cometidas y muchas las intromisiones cuando no agresiones contra los derechos humanos. Podríamos enumerar un sin fin de agravios cometidos por EE.UU. contra otros pueblos, granjeándose la enemistad, cuando no el odio en muchos lugares del planeta. Sólo por citar algunas, Chile, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Vietnam, Indonesia. O las heridas abiertas en todo el Oriente Próximo, en especial en Palestina, donde Israel, sostenido por EE.UU. mantiene un régimen de violencia y apartheid contra los palestinos o el caso Irak con continuos bombardeos y un embargo que está produciendo miles de víctimas.

Si nos retraemos al final de guerra fría, debemos observar como sus vencedores, en lugar de ponerse a administrar la paz, que el hundimiento de la Unión Soviética les brindaba, se lanzaron a administrar la victoria. Hasta el extremo, en el caso de EE.UU., de otorgarse el papel de juez y parte del orden mundial. Y al poco, invadía militarmente Panamá y cientos de personas caían bajo las balas de los marines. Después las intervenciones continuaron con bombardeos en Irak, Sudán, Afganistán, Yugoslavia, que se hicieron sin mandato de Naciones Unidas. Paroxismo practicado por EE.UU. en otros campos, abocando nuestro mundo a una situación agónica. Si no repasemos los despropósitos y desafueros que EE.UU. ha cometido en los últimos tiempos. Se negaron a ratificar el protocolo de Kioto sobre emisiones de dióxido de carbono (CO2) que arrojan al planeta a un futuro caótico. Se retiraron de la Conferencia sobre racismo (2001). Además, EE.UU. se ha opuesto a la creación de un Tribunal Penal Internacional para juzgar crímenes contra la humanidad con el que poder perseguir a dictadores y genocidas, y a aquellos estados que vulneren el derecho internacional. El Senado de EE.UU. no ha ratificado los acuerdos START II sobre desarme de armas nucleares, ni tampoco el de químicas y biológicas, ni el de suspensión de pruebas de armas nucleares. Por si fuera poco, ha puesto en marcha el proyecto de escudo antimisiles (NMD) que nos aboca a una nueva carrera de armamentos nucleares. Quizás, uno de los desafueros más sonados de este año, al lado del proyecto NMD, haya sido en la reciente y primera conferencia sobre armas cortas celebrada en la sede de Naciones Unidas (7-2001), donde EE.UU. se negó a ratificar la puesta en marcha de un código deontológico similar al subscrito en la Unión Europea que regulara el comercio que alimenta la mayoría de guerras y grupos terroristas, bajo la excusa, que EE.UU. no podía dejar de suministrar armas a aquellos grupos armados que en el mundo luchan por la libertad. Este argumento, ha convertido a EE.UU. en el primer fabricante y exportador de armas del mundo que suministra sin ningún escrúpulo a cuentos grupos y estados estén dispuestos a luchar por esa supuesta libertad que ahora se ha vuelto contra ellos. Pues los talibanes de Afganistán, como el ayer Sadam Hussein de Irak, como el Suharto de Indonesia, la Unita en Angola, fueron entrenados y proveídos por EE.UU..

Lo dicho hasta aquí, desde luego, no justifica de ningún modo la agresión terrorista del 11 de septiembre contra EE.UU. Pero sí es bueno recordar el adagio bíblico «de quien siembra odios recoge tempestades». Y EE.UU. ha infligido un sinfín de violaciones contra la soberanía de estados y los derechos humanos de pueblos por todas las latitudes del planeta que ahora se han vuelto contra ellos.

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Respecto a los fundamentalistas islámicos a los que se atribuye el atentado terrorista contra EE.UU. del 11 de septiembre. Conviene recordar que, cuando le ha convenido a EE.UU., han sido utilizados, con adiestramiento y suministro de armas desde la CIA para combatir a regímenes hostiles a EE.UU. Tal fue el caso de los muyahidines que lucharon en Afganistán con un gobierno sostenido por la URSS, y que luego dieron paso al execrable régimen Talibán. Entre los que se encontraba ese Osama Bin Laden, hoy acusado de ser el instigador de los atentados. Así mismo se sostiene a gobiernos en Arabia Saudí, Emiratos y Pakistán donde se alimenta el fundamentalismo extremista antiocciedental.

Y además está el propio fundamentalismo USA, construido a lo largo de su historia ha partir de un nacionalismo exacerbado alrededor de los conceptos «libertad y democracia». Conceptos por los que debemos sentir un gran respeto, pero que no corresponde únicamente a EE.UU. su interpretación y defensa sino a toda la comunidad internacional. En cambio, EE.UU. se auto proclaman sus defensores y el único pueblo elegido para defenderlos y lanzarse a una continua lucha «del bien contra el mal» en aventuras belicistas a lo largo y ancho del planeta. Desde la Guerra de Corea hasta nuestros días, hay un largo trecho de intervenciones militares justificadas delante de sus ciudadanos con el argumento de tener «la obligación moral de intervenir». Moral con rasgos muy arbitrarios, pues sólo ven la «democracia y la libertad» con unos sesgados derechos humanos de tipo político, pero que no contemplan derechos económicos, sociales o ecológicos. Además de esconder una doble moral. Permitiendo que sus países aliados, con armas suministradas por EE.UU., cometieran toda clase de arbitrariedades contra la libertad y la democracia de otros pueblos, como ha sido el caso de Israel contra palestinos, Turquía con los kurdos, Indonesia contra los timorenses, sólo por citar algunos actuales. O alentar el discurso de la violencia como único camino para desarrollar la defensa de la «democracia» y la «libertad». Ha sido la industria cinematográfica estadounidense la que más y mejor ha desarrollado ese discurso maniqueista justificando una violencia irracional y xenófoba contra sus enemigos. Camino que ha conducido a la aparición de grupos racistas ultras, sectas o paranoicos aislados que han perpetrado atentados terroristas internos de gran envergadura. El peor y más atroz atentando perpetrado hasta el 11 de septiembre en suelo americano con 168 muertos fue el de 1995 en Oklahoma, obra de un ultra estadounidense. Sobre este punto hace falta reflexionar profundamente y analizar de donde proviene ese «mal» que afecta a tantos estadounidenses. Y aquí vale la pena preguntarse hasta que punto la industria del ocio, cine, cómics, televisión, son corresponsales por haber convertido en un espectáculo banal la violencia más gratuita, justificando y alentando toda clase de monstruosidades contra personas indefensas o simplemente diferentes. Alguien ha dicho que el terrorismo es una forma de racismo. Entonces tendremos que convenir que EE.UU. es uno de los estados más peligrosos del mundo puesto que en su suelo se esconden un sinfín de personajes siniestros dispuestos a matar sin otro objetivo que sembrar el terror. El 11 de septiembre debería servir de lección para reflexionar y enmendar muchas de las actitudes, empezando por esa libertad a la autodefensa que permite la circulación de 200 millones de armas de fuego entre su población y que convierte a EE.UU. en el país del mundo con mayor número de homicidios.

Estas críticas no impiden que sintamos un gran aprecio por el pueblo de EE.UU., y por muchas de sus aportaciones culturales de este siglo pasado que han sido fundamentales para nuestra educación, tales como la música de jazz, su mejor cine, literatura, arte y de su propia «revolución americana» democrática de la que hoy seguimos beneficiándonos. Y sintamos mucho cariño para ese pueblo americano, sencillo, acogedor, honesto y capaz de crear la primera y mejor sociedad civil organizada, pionera en el fenómeno de las o­nG, pues fue en EE.UU. donde surgieron las primeras y mejores redes de defensa de los derechos civiles y sociales que después en Europa hemos imitado.

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El atentado terrorista del 11 de septiembre lanzado contra EE.UU. ha sido un acto de barbarie perpetrado con el ánimo de desestabilizar, debilitar las estructuras sociales y buscar el caos que conduzca a una involución. Fascista o no, fue obra de enemigos de la democracia y del estado de derecho que deben ser perseguidos y castigados. Pero ese mandato no puede ser realizado con métodos antidemocráticos. Si no que debería dejarse en manos de Naciones Unidas, quien podría dictar las resoluciones que permitieran capturar y juzgar a los agresores a través de un tribunal internacional especial, como los que ya juzgan los crímenes de la antigua Yugoslavia y de los Grandes Lagos. A pesar de que sobre el respecto tampoco se pueden abrigar demasiadas esperanzas. Pues ésta o­nU, en su actual composición, es prisionera de un Consejo de Seguridad dominado por las potencias que aplican un doble rasero para hacer cumplir sus resoluciones. Y que en este caso, a buen seguro darán carta blanca a EE.UU. para desarrollar una campaña militar o una guerra sucia contra ese difuso enemigo calificado de terrorismo internacional.

Respecto a la paternidad del atentado, la confusión es absoluta. A pesar de que se apuntan indicios en dirección a grupos terroristas del diverso mundo musulmán. Sobre este punto hay que mostrar las reservas más absolutas, puesto que, no sería la primera vez que se acusa impunemente. Y es bueno recordar que, en muchas otras ocasiones la CIA ha acumulado pruebas falsas para acusar y atribuir atentados a autores inventados. Tal fue el caso del pretexto para empezar en 1965 los bombardeos en Vietnam, cuando se atribuyó el hundimiento en el golfo de Tonquing de dos lanchas estadounidenses a guerrilleros del Vietcong. Prueba inventada, pues tal agresión nunca se produjo.

Después del atentado EE.UU. tiene ante sí dos alternativas. Una reflexionar sobre las causas que mueven a gentes a cometer semejantes actos e intentar actuar sobre ellas. Ayudando a desactivar los conflictos en que EE.UU. está inmerso mediante políticas conciliadoras con los estados y grupos enfrentados. Y ayudar a construir una nueva gobernabilidad mundial en el marco de unas Naciones Unidas más democráticas que las actuales, practicando la cooperación, la mediación y permitiendo acuerdos políticos dentro de un marco de respeto mutuo. Con instituciones como el Tribunal Penal Internacional que pueda administrar justicia de acuerdo al derecho internacional. Y por lo tanto invertir la tendencia, rebajar el gasto militar, suprimir todos los grandes proyectos armamentistas, subscribir acuerdos que eliminen todas lar armas de destrucción masiva (nucleares, químicas y biológicas), acabar con el apoyo y ventas de armas indiscriminadas a grupos que combaten por el mundo, y articular planes de desarme y control del comercio de armas. En definitiva, apoyar una o­nU con más poderes que pueda abrir procesos de paz en aquellos países en conflicto, que desarrolle la implementación de los derechos humanos, y pueda dar salida a las aspiraciones de los pueblos, especialmente el palestino en la creación de un estado. Y permitir una reforma y democratización del Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial que impulsen una política de ayuda al desarrollo de los estados más necesitados. Unas medidas que el sentido común aconseja y que de tanto repetirlas nos parecen aburridas.

Entre esas actitudes de confianza para la construcción de ese nuevo orden mundial tan anunciado, estaría en primer lugar ayudar a desactivar los conflictos dentro del área árabe-musulmana. Ahí EE.UU. tiene mucha responsabilidad pues es el principal valedor de Israel y de regímenes tan impresentables como los de Arabia Saudí, Pakistán o los Emiratos Arabes. Es de entre todos los conflictos, el palestino-israelí, el que está en el inició de todos los problemas que han enfrentado al diverso mundo musulmán con Occidente. Y es sin duda la clave principal para desarticular los graves problemas de todo el Oriente Próximo que anclan sus raíces en la ocupación y expulsión de seis millones de palestinos de sus tierras, que dieron pie a múltiples guerras y que bloquean cualquier entendimiento con los países musulmanes. Y es urgente reconocer las justas aspiraciones del pueblo palestino en la creación de un nuevo estado. También se debe acabar con el bloqueo de Irak que está causando miles de muertos y hace sufrir inútilmente a su población y que junto al conflicto palestino-israelí conducen a una situación explosiva a la región y por extensión a todos el mundo musulmán.

O por el contrario, EE.UU. puede endurecer sus posiciones, lanzándose a una escalada militar de largo alcance contra un enemigo tan etéreo como el denominado terrorismo internacional. Así ha sido anunciado por el presidente Bush, con una escalada de represalias contra terroristas y los estados que los albergan. Lo cual, parece poco probable, pues implicaría atacar bases terroristas de un buen número de países musulmanes, y conduciría a una explosión en todo el mundo arabe-musulmán provocando una gran crisis internacional de impredecibles consecuencias. La cual cosa, no deben estar dispuestos a soportar los principales beneficiarios de la globalización capitalista: los grupos económico-financieros, ni las empresas transnacionales. Ni apoyar los estados de la Unión Europea que a buen seguro están presionando a la Casa Blanca para impedir esa III guerra mundial que algunos agoreros han predicho y que les enemistaría con sus vecinos de la orilla sur del Mediterráneo.

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El pasado siglo XX enterró varios imperios, el otomano, el británico, el III Reich y el soviético y asistimos al nacimiento de EE.UU. como nuevo. Imperio que hasta hoy había conseguido sentirse invulnerable. Y como los anteriores, construyó un enorme aparato militar dedicando enormes recursos a mantener su liderazgo mundial. Las terribles consecuencias de ese armamentismo desmesurado han conducido a una continúa carrera de armamentos, sólo paliada brevemente tras el final de la guerra fría, y que produce un efecto de arrastre en todas las economías del mundo, obligando a un enorme gasto militar, que es una de las causas principales de la pobreza y desigualdades para dos terceras partes del planeta. Pues bien, toda esa parafernalia militar no le ha servido a EE.UU. para impedir un ataque terrorista en su propio territorio. Tras lo ocurrido, deberían replantearse todo su sistema de seguridad, empezando por el escudo antimisiles que no parece pueda evitar nuevos ataques suicidas. Las primeras palabras del presidente Bush no van en ese sentido y no evidencian enmienda alguna. Ha anunciado aumentar, aún más si cabe, el gasto militar y reforzar la seguridad militar y policial interior y exterior, con un control exhaustivo sobre los ciudadanos. Lo cual se pagará con un coste muy alto para la democracia, pues representará un fuerte recorte de libertades públicas y derechos civiles, y que difícilmente podrán impedir nuevos actos terroristas.

EE.UU. deberían aprender que por muchas medidas de seguridad armada que busquen, les pueden golpear de nuevo, quizás en el futuro con ataques aún más crueles si cabe, con armas de destrucción masiva, químicas o biológicas. Si reflexionaran y se dieran cuenta, que se debe reconducir la gobernabilidad mundial por caminos más democráticos que permitan buscar la seguridad reduciendo las desigualdades de esas dos terceras partes de la humanidad que viven al borde del colapso; de esos mil millones de pobres que malviven con menos de un dólar diario y que son los que sufren los efectos de la política global que ellos dirigen, entonces tendríamos esperanza que éste siglo XXI será mejor que el anterior.



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