Agrocombustibles y violencia
Si en los conflictos por el petróleo lo que está en juego es el
control de las zonas productoras y las vías de transporte, los
agrocombustibles están generando nuevos conflictos violentos dónde lo
que está en juego es el control y posesión de la tierra y la
agroindustria, en colisión con el derecho a la tierra y a la soberanía
alimentaria de las poblaciones indígenas y de millones de campesinos y
campesinas de todo el mundo, que la han trabajado a lo largo de
generaciones.
Tomàs Gisbert, Materiales de Trabajo, núm. 34 (junio 2008)
La crisis energética global ha puesto encima de la mesa el debate sobre los agrocombustibles, que son presentados no sólo como una salida a la crisis energética cada vez más próxima sino también al calentamiento global. Decisiones de la Unión Europea y de los Estados Unidos están encaminadas a incentivar la producción y el uso del agrodiesel y el agroetanol. La UE mediante la directiva 2003/30/CE del Parlamento Europeo y del consejo, de 8 de mayo de 2003, “relativa al fomento del uso de biocarburantes u otros combustibles renovables para el transporte” marca metas de sustitución de combustible fósil por agrocarburantes para el transporte. Estas metas, para ser cumplidas por los estados miembros, son del 5,75% para el 2010 y están encaminadas hacia una sustitución del 20% para el 2020. Estados Unidos, por otro lado, aprobó la Ley de Política Energética de agosto de 2005, para incentivar económicamente el desarrollo, consumo e importación de fuentes alternativas renovables de energía, especialmente el etanol y el agrodiesel.
Estados Unidos y la Unión Europea están llevando a cabo una agresiva política para estimular la producción de agrocombustibles, para poder sustituir una pequeña parte del petróleo con el que satisfacen sus desmesuradas necesidades energéticas, base del actual modelo de producción y de consumo. Pero esta política ya está teniendo graves efectos sobre los países del Sur. El Norte no puede cubrir por sí mismo los objetivos de sustitución planteados. Se calcula que si Europa tuviera que cubrir el 20% de la producción prevista para el 2020 necesitaría destinar a agrocombustibles la mitad de la tierra cultivable en Europa, y además este 20% sólo cubriría el incremento estimado de consumo de combustible hasta 2020, es decir, que no sustituiría nada del actual consumo sino que sólo aseguraría el incremento estimado. Estas políticas, han convertido los territorios cultivables del Sur en un botín codiciado para satisfacer las necesidades de consumo de los países desarrollados y una agravación de la tierra como fuente de conflictos.
Los agrocombustibles ya están teniendo un efecto sobre el hambre en el mundo, en particular por el cambio en el uso de las tierras de países del Sur. De hecho, han añadido más presión sobre zonas ecosensibles ya muy amenazadas como las selvas tropicales, causando deforestación y destrucción de ecosistemas; afectando la fertilidad del suelo, la disponibilidad y calidad del agua; y están desplazando cultivos alimentarios poniendo en peligro la seguridad y soberanía alimentaria de los pueblos. Esta “oleada verde” de los agrocombustibles, bajo el presupuesto de superar la crisis del calentamiento global y el consumo dependiente del petróleo que dicen encarar las políticas de la UE y de Estados Unidos, están provocando en países como Colombia, Ecuador, Brasil, Paraguay, México, Indonesia, Malasia o Argentina una fuerte oleada de violaciones de los derechos humanos, de apropiación ilegal de la tierra, de descampesinación y de destrucción ambiental
Los países del Norte plantean los agrocombustibles como una alternativa estratégica para diversificar las fuentes energéticas y minimizar la dependencia del petróleo y de las zonas conflictivas dónde se produce. Alrededor del petróleo se ha construido toda una geopolítica de guerra para asegurar el control y el suministro en un marco de mayor competencia por un recurso que se acaba. Estados Unidos ha hecho del acceso al petróleo uno de los elementos clave para mantener su hegemonía mundial. En 1980 un presidente demócrata, Jimmy Carter, definió la denominada Doctrina Carter, la cual afirmaba el suministro de petróleo del Golfo Pérsico como un interés vital para EEUU y añadía que se usaría cualquier medio necesario, incluida la fuerza militar, para garantizar el suministro de petróleo. Las diferentes administraciones norteamericanas han mantenido esta doctrina y, en estos últimos 20 años, cuatro grandes operaciones militares han estado marcadas por esta doctrina (la escolta en 1987 de petroleros kuwaitíes bajo pabellón estadounidense durante la guerra Irán – Iraq; la guerra del golfo de 1991, la guerra de Afganistán en 2001 y la invasión de Iraq en 2003). Estados Unidos, al asegurarse el papel de potencia dominante en las zonas productoras, consigue no sólo garantizarse un futuro aprovisionamiento de petróleo, sino también ejercer un control sobre el aprovisionamiento energético de otros países importadores de petróleo, que ven su seguridad energética condicionada a la presencia de una poderosa fuerza militar norteamericana en las zonas productoras(1). Esta dinámica de guerra viene sustentada por un ejército que, él mismo, se ha convertido en uno de los principales consumidores de combustible del mundo. Sólo en 2005, el ejercito estadounidense consumió 134 millones de barriles de crudo, lo mismo que consumió un país entero como Suecia.
Pero el impulso que se está dando a los agrocombustibles no está sirviendo para desactivar la dinámica de guerra del petróleo, porque si por un lado a estas alturas ya está clara la imposibilidad de sustitución del consumo energético fósil por agrocombustibles, por otro lado, los agrocombustibles han abierto una nueva vía de conflictividad. Si en los conflictos por el petróleo lo que está en juego es el control de las zonas productoras y las vías de transporte, los agrocombustibles están generando nuevos conflictos violentos dónde lo que está en juego es el control y posesión de la tierra y la agroindustria, en colisión con el derecho a la tierra y a la soberanía alimentaria de las poblaciones indígenas y de millones de campesinos y campesinas de todo el mundo, que la han trabajado a lo largo de generaciones. El caso colombiano, que vive un largo conflicto en el que no hay que menospreciar el papel que en él tiene su condición de país productor de petróleo, puede servir para ilustrar el conflicto que están provocando los agrocombustibles.
La Palma de aceite. El caso colombiano.
Los últimos 10 años el cultivo de la palma africana en Colombia ha vivido un fuerte incremento, ha pasado de ocupar 145.000 has. en 1998 a 300.00 en la actualidad, y se estima que hasta 6 millones de hectáreas serán destinadas a su cultivo.
La Palma aceitera es una palmera tropical de climas cálidos, muy apropiada para la elaboración de agrodiesel, además de otros aprovechamientos, puesto que entre las oleaginosas es de las que tiene un mayor rendimiento por hectárea. Los principales productores mundiales de aceite de palma son Malasia e Indonesia. En Indonesia se talaron más de 18 millones de hectáreas de bosque para sembrar palma aceitera, en Malasia son conocidos los efectos devastadores que ha tenido su cultivo intensivo que ocasionó el 87% de la deforestación ocurrida entre 1985 y 2000 y que ha hecho disminuir la diversidad agrícola y la calidad del agua por el uso de fertilizantes, pesticidas y maquinaria. Especialmente grave fue la situación en 1998 cuando una nube de humo cubrió estos dos países, producto de la quema de bosques.
El gobierno de Uribe ha hecho de la extensión de los cultivos de palma una cuestión estratégica de dominio político, social, económico y militar del territorio. Apoya nuevos proyectos, como el Proyecto Gaviotas 2, que espera cubrir 3 millones más de hectáreas con lo que se ha venido a denominar como “desierto verde” de la palma. El gobierno está ligando estos proyectos a la reinserción de paramilitares con lo que aseguraría disponer de un control político-militar del territorio y del control sobre una mano de obra barata.
Fidel Mingorance, en su excelente estudio, “El flujo del aceite de palma Colombia-Bélgica-Europa”(2) ha documentado la violencia que ha acompañado el proceso de expansión de las plantaciones de palma africana, mostrando cómo su extensión ha coincidido con las áreas de expansión y presencia paramilitar. Del análisis de las zonas de producción se desprende que la apropiación de tierras, el desplazamiento forzoso, el asesinato de sindicalistas, líderes sociales y campesinos, las masacres, las desapariciones forzadas, el lavado de activos del narcotráfico y el paramilitarismo no son hechos puntuales sino que responden a un modelo, que Mingorance ha resumido en 5 fases:
1.- Conquista paramilitar. Fase inicial en la que se crea un clima de terror generalizado , con asesinatos, masacres y desapariciones forzadas para provocar el desplazamiento forzado masivo de sus habitantes y la desaparición de cualquier tipo de contestación social o sindical.
2.- Apropiación ilegal de tierras, robo o compra con intimidación. Las tierras conquistadas por los paramilitares entran en un proceso de “legalización” totalmente irregular en las que unas son directamente robadas a sus propietarios y otras son compradas a precios muy bajos mediante la intimidación armada y financiadas con dinero del narcotráfico.
3.- Siembra de la palma. Las empresas palmeras establecen las grandes plantaciones de la palma africana. Si hay bosque, se hace tala rasa y se vende la madera, obteniendo un beneficio extra a la espera de poder recoger las primeras cosechas (3 años tras la siembra). En la mayoría de casos se incumplen las normativas ambientales.
4.- Una vez establecido el complejo palmero se inicia el proceso agroindustrial del aceite de palma. Los paramilitares continúan vinculados a las plantaciones, muchas veces como desmovilizados. La tutela paramilitar asegura una paz laboral y social armada.
5.- Control territorial y beneficio económico. Se consigue un dominio económico, político y militar de las tierras plantadas con palma y de otro la explotación de la incorporación del aceite de palma en el flujo comercial del mercado nacional e internacional.
(Esquema modelo palmero colombiano, gráfico)
Si en épocas anteriores fueron los empresarios palmicultores quienes conformaron y financiaron grupos paramilitares como cuerpos de seguridad frente a la guerrilla, posteriormente las plantaciones de palma se han expandido al mismo ritmo que la actividad paramilitar, hasta llegar a casos como el del Chocó donde fueron los propios paramilitares los que invitaron a los empresarios palmicultores a instalarse en sus zonas de control.
Los deplazamientos forzosos y los más de cien crímenes violentos que han sufrido las comunidades del Jiguamandó y Curvaradó desde 1997, o los setenta asesinatos de trabajadores y sindicalistas en Cesar y Santander los últimos años, son una pequeña muestra de la violencia que acompaña este proceso.
El controvertido proceso de desmovilización paramilitar ha supuesto una fuerte inyección de dinero público para el desarrollo de nuevas plantaciones de palma en zonas de fuerte presencia paramilitar, que está provocando situaciones en que las víctimas deben trabajar como asalariadas en las fincas que fueron de su propiedad y que les fueron arrebatadas por los mismos paramilitares que ahora se reinserten.
A pesar de todo, las resistencias se organizan: indígenas, afrodescendientes y campesinos defienden sus territorios y derechos fundamentales. Se estan organizando zonas humanitarias y de biodiversidad dónde las comunidades de desplazados retornan a su territorio y desde donde reivindican la recuperación de sus tierras. El verano pasado, y también el anterior, las comunidades de desplazados del Curvaradó, de afrodescendientes y de indígenas embera-katío, se reunieron durante 11 días en las zonas humanitarias de Caño Claro y de biodiversidad de Cetino. Hartos de la impunidad y de la morosidad de las instituciones legales para reconocer sus derechos, empezaron a recuperar sus tierras por la vía de los hechos, tirando a tierra más de 50 hectáreas de palma plantada a sus tierras usurpadas y volviendo a plantar los cultivos tradicionales,
Estos hechos podrían parecernos lejanos o ajenos sino se supiera el destino de esta producción. El 73% de la producción de aceite de palma crudo colombiano es exportado, y es Europa el principal importador. En 2005 el Reino Unido fue el principal destinatario de estas exportaciones con 106.699 toneladas de aceite de palma, equivalentes al 41% de las exportaciones totales de aceite de palma crudo colombianas, seguido por España con el 22% y Alemania con el 11%. Estos números sitúan claramente la responsabilidad que tienen nuestros países y nuestra voracidad energética en las violaciones de los derechos humanos y la violencia.
1 Klare, Michael T. (2006). Sangre y petróleo. Peligros y consecuencias de la dependencia del crudo. Barcelona: Ediciones Urano.
2 Disponible a http://www.sca.com.co/bajar/Estudios/informe_es.pdf