El Ciclo Económico Militar
Los estados, generalmente creen que la mejor manera de dar seguridad a la población y afianzar su soberanía es a través de medios militares. Esta concepción de la seguridad se basa en la idea de que la acumulación de armas y el incremento de soldados pueden proporcionar mayor seguridad.
Bajo el concepto de Seguridad, los estados invierten en formar personas y adquirir medios para preparar su defensa. A menudo, el coste de la seguridad militar es el precio que debe pagar el Estado para mantener un nivel de intimidación suficiente sobre otros países. Se trata de mostrar a la propia población y al resto de países el poder de destrucción que posee el Estado y disuadirlos de utilizar la violencia.
Pero la violencia no es únicamente un acto de voluntad, sino que necesita de unos instrumentos (armas) para llevarla a cabo. Es decir, no es suficiente el impulso bélico para hacer la guerra. Se necesita destinar recursos para prepararla, un ejército, hacer infraestructuras y dotarlo de armas, se necesita destinar inversiones y fomentar la investigación militar para diseñar nuevas armas, actualizar otras y, posteriormente, fabricarlas. Es el denominado ciclo armamentista. Un Ciclo económico militar que engloba todos los aspectos que rodean el gasto militar: mantenimiento del ejército, la I+D de nuevas armas, la industria militar, y las exportaciones de armas. Un ciclo económico que surge casi en su totalidad del gasto militar que llevan a cabo los Estados, pues son escasas las empresas privadas militares que sin contar con apoyo gubernamental arriesgan en I+D para fabricar nuevas armas. Un ciclo que se retroalimenta, que surge del Estado mediante recursos a las industrias para que estas suministren armas al propio Estado.
Un ciclo económico que debido a los enormes recursos que consume, obliga a preguntarse sobre qué clase de bienes son las armas y el papel que juegan en el desarrollo productivo de la economía, tanto de los países productores como de los consumidores de este tipo de artefactos.
La economía en la que vivimos se basa en producir para consumir, en cambio, producimos unos artefactos como las armas que confiamos nunca serán utilizados. Es por este motivo que las armas no se consideran bienes productivos, puesto que con ellas no se pueden satisfacer necesidades básicas para las personas (comida, salud, ropa…), y tampoco son un instrumento para producir o fabricar productos de consumo o servicios (un ordenador, una grúa, un tractor…). Si un arma, una vez fabricada, es utilizada, conocemos cuáles pueden ser sus consecuencias: muerte de personas, destrucción de infraestructuras…, y si no se utilizan, han acaparado conocimiento, investigación, recursos naturales, dinero, personas e instalaciones. Tampoco son bienes de consumo, pues en su inmensa mayoría no se rigen por las leyes del mercado. Es decir, no se compran y venden en los comercios, no entran en las redes de intercambios y no llegan a manos de la gente, y, cuando llegan, no proporcionan o cubren ninguna necesidad vital, material o de ninguna otra índole. Este es el argumento para no considerarlas bienes productivos pues no tienen ningún valor social. Fijémonos que la inmensa mayoría de veces, las armas no serán utilizadas, solamente serán almacenadas con costosas medidas de seguridad, y cuando acabe su vida útil tendrán que ser destruidas. Con la salvedad de un pequeño porcentaje, las que entran en las redes de la economía informal que van a parar a manos de grupos armados y alimentan conflictos.
Además, las armas representan otras perversiones, pues son una disminución de la inversión pública productiva, puesto que esos mismos recursos: monetarios, de materiales, de bienes de equipo, de conocimientos tecnológicos y de mano de obra improductiva que consumen los ejércitos y la producción de armamentos, destinados a otros sectores de la producción civil generarían mayores beneficios. A parte de otros inconvenientes no menos importantes, como el hecho de que ejércitos y armamentos generan un efecto inflacionista sobre las economías de los estados, pues el gasto que ocasionan en las arcas públicas no se ve compensado con ingreso alguno, generando a su vez déficit público.
A lo que cabe añadir, la dependencia y subordinación de la industria militar del Ministerio de Defensa de los estados, lo cual hace que las industrias militares no desarrollen preocupación por el control de costes, no produciendo economías de escala y encareciendo el precio final del arma, que sea cual sea su coste acabará siendo igualmente adquirida por el estado. En ese sentido, las economías militares son dirigidas generalmente por tecnócratas al servicio de los intereses del complejo militar-industrial.
Más otras no menos graves, como las derivadas de las exportaciones de armamentos hacia los países no industrializados, donde aparte de la posibilidad de alimentar guerras, contribuyen a aumentar su deuda exterior y debilitar sus economías no desarrolladas. Economías que se ven privadas de unos bienes de capital muy necesarios para el desarrollo humano en educación y sanidad.
Llegados a este punto, hay que preguntarse ¿Merece la pena el esfuerzo y el enorme sacrificio que los pueblos tienen que realizar para la consecución de unos medios tan destructivos para sus propias economías y que posiblemente conducirán a nuevas guerras?