Insumisos, la batalla por un ideal

Insumisos, la batalla por un ideal

Cuestionaron en la España de los años setenta el servicio militar obligatorio con propuestas no violentas. Su recuerdo es oportuno en un país con tantos adolescentes sin ideales y tantos políticos sin generosidad.

Artículo escrito en el periódico El País, el 15 de septiembre de 2009.

De quién se dice aquello de «no sabían que era imposible y lo han conseguido»? Porque si alguien se merece la cita, ésos son los insumisos que en su día vencieron al ejército. Un ejército, el heredado de la dictadura, que no tenía entre los españoles la mejor de las reputaciones, estigmatizado como estaba por haber sido uno de los puntales de la represión franquista. El movimiento antimilitarista le plantó cara pronto y, casi inconcebiblemente, terminó ganando una batalla que sólo cabía dar por perdida. Los insumisos lograron acabar con la mili obligatoria y forzaron a la institución militar a replantear toda su estrategia de fondo. Fue, por muchos motivos, un acontecimiento singular, y merece la pena recordarlo.
No es fácil acotar los orígenes del proceso. La fundación oficial del Movimiento de Objeción de Conciencia -el MOC, el colectivo que gozó de un mayor protagonismo durante los años de la insumi-sión- data de 1977, pero hay acuerdo en considerar que tal fecha supuso tan sólo un bautizo más o menos formal a un impulso que tenía ya algunos años. En 1971, con el dictador todavía atado y bien atado a los resortes del poder, Pepe Beunza, el padre del antimilitarismo español, se convirtió en el primer insumiso no religioso al ejército obligatorio (los Testigos de Jehová se habían negado a alistarse desde siempre). Lo arrastraron por 10 prisiones durante casi tres años, pero con el tiempo pudo ver cómo la incorporación a filas dejaba de ser obligatoria. Hoy en día sigue siendo un referente para el movimiento por la paz en nuestro país.

El antimilitarismo bebió de la rebeldía de Mayo del 68, del pacifismo cristiano de los movimientos de base y de los procesos de desobediencia civil inaugurados por Thoreau, Gandhi y Luther King. Hubo también, es cierto, una insumisión específicamente nacionalista. No al ejército, sino a España. No antimilitarista, sino militarista a la contra. Pero de ésa no hablaremos aquí, pues no es sino el mismo belicismo con distintas insignias. La insumisión de la que nos ocuparemos aquí es aquella que ofrecía razones y ejemplos contra una organización social estúpida, injusta y ciega, no contra los particulares colores de la bandera que la arropaba.

Aunque hoy parezca ciencia-ficción, los jóvenes de entonces iban a la cárcel dos años, cuatro meses y un día por un ideal. Podían optar por hacer la prestación social sustitutoria durante un año, por supuesto, pero eso era hacerle el juego al sistema militarista y permitir, por tanto, su perpetuación. Así que decían adiós a sus familias, a sus estudios o a sus trabajos… y se entregaban. Seguían las enseñanzas de la desobediencia civil: jamás acatar lo injusto, pero nunca responder con la violencia. Y asumían además el castigo legalmente establecido. Porque, como Gandhi y King habían enseñado, sólo así puede la sociedad vislumbrar las injusticias y percibirlas como tales, y sólo así será posible el cambio. Por eso centenares de jóvenes que no sólo no habían hecho absolutamente nada, sino que eran en muchos sentidos los mejores de entre nosotros, acababan en prisión. Y, extramuros, la sociedad empezó a plantearse cosas.
Es difícil, sospecho, que un adolescente de hoy conciba algo semejante. No hay fuerza de convicción más poderosa que la sinceridad y el ejemplo, pero ya no abundan. Yo no viví la transición, pero intuyo que entonces los ideales democráticos eran eso, ideales, y no la palabrería hueca y pomposa en la que se han convertido ahora. Entonces un partido como el PSOE podía ceder a otro grupo político uno de sus dos asientos de los siete que formaban la comisión que habría de redactar la Constitución (¡la Constitución!), sólo porque creía que era justo que así fuera, aunque nada le obligara legalmente a ello.
¿Podemos imaginar algo parecido ahora, cuando nadie le hace ascos ni al menor tránsfuga de pueblo? Para bien y para mal, con la democracia llegó también el desencanto. La política dejó de ser aquello de conseguir el poder para poner en práctica los ideales e, imperceptiblemente, se convirtió en el manejo de los ideales para conseguir el poder.

Los insumisos fueron probablemente los últimos grandes idealistas que dieron la batalla en la arena específicamente política y estatal. Tras ellos, las ansias de transformación buscaron otros cauces. A la desnuda autenticidad de su idealismo, que a nada conduce por sí sola, sumaban unas razones de fondo que era difícil rebatir. La mili obligatoria se había convertido en un ritual vacío de todo contenido. Era un semillero de suicidios, de frustración, un sinsentido amargo. Y el pacifismo dibujaba un horizonte de posibilidades cargadas de esperanza. La cita de Gandhi se repetía por doquier: «No hay un camino a la paz, la paz es el camino». A Thoreau, encarcelado por negarse a pagar unos impuestos que apuntalaban la esclavitud, su mejor amigo le preguntó: «¿Cómo es posible que estés en la cárcel». A lo que él simplemente contestó: «¿Cómo lo es que no estés tú?». Era la anécdota definitiva.

No se trataba sólo de ser justos en la lucha, se trataba de luchar por algo que era eminentemente justo. La abolición de los ejércitos, la concordia universal, la educación por la paz, el desarme… todo era posible y todo había que intentarlo.

De alguna manera, el movimiento murió de éxito. Con la mili obligatoria se extinguió también el móvil aglutinante fundamental. Los insumisos fueron olvidados. Hoy están entre nosotros: pueden ser el carnicero, el bibliotecario o el conductor del autobús, pero lo ignoramos. No recibieron jamás ni una medalla, ni una condecoración, ni un reconocimiento, nada. Gracias a ellos, miles y miles de conciudadanos no desperdiciamos nueve meses de nuestras vidas, pero nadie les ha dicho nunca algo parecido a «gracias». Ni Pepe Beunza, ni el MOC, ni nada ni nadie han sido candidatos a reconocimiento institucional alguno. Ni una nota a pie de página, sólo silencio. Con todo, el movimiento antimilitarista sigue activo, por supuesto. Tecleen en Google «objeción fiscal»… razones y motivos, por desgracia, no faltan.

¿Y el ejército? La experiencia le hizo aprender muchísimo. Inició una campaña de desinformación digna de Orwell: basta decir que la idea-fuerza es la paz. «Misiones de paz», «ejército humanitario», etcétera. Todo muy bonito y todo mentira: la cruda verdad es que tan sólo el 1% de su presupuesto se dedica a ese tipo de misiones internacionales.

Y se trata siempre de misiones en las que España tiene algún interés político obvio. Y abundan las denuncias de brutalidad, de ineficacia o de cosas peores. Y, si de ayudar se trata, las ONG lo hacen mejor y salen más baratas. Siete veces más baratas, exactamente. Y más allá de eso, ¿qué clase de empresa anuncia tan sólo el 1% de su actividad? La maniobra es tan exitosa que incluso se les ha permitido sacar a niños de las escuelas para llevarlos de excursión a los cuarteles. ¿Educación para la paz? No: el mundo al revés.

Si el movimiento antimilitarista no fue más allá a pesar de todo el potencial que encierra se debió probablemente a una carencia de diagnóstico, de visión global. Una lacra que caracteriza nuestra época: nadie sabe hoy en qué creer. Pero ¿por qué los barrios ricos necesitan muros, cámaras y seguridad privada, y por tanto han de invertir en ello buena parte de su presupuesto? Porque si son ricos es que hay otros que son pobres.

Pongan «países» donde digo «barrios» y «ejércitos» donde digo «seguridad privada» y tendrán una fotografía bastante aproximada del concierto mundial de las naciones. Un concierto difícil de cambiar, si no imposible. Aunque quizás, en alguna parte, alguien no lo sepa y haya empezado ya a intentar lo inaudito. Nunca se sabe cuándo prende la chispa de lo imposible.

*Jorge Urdánoz Ganuza es doctor en filosofía y profesor en la Universidad de Nueva York.
Publicado con el permiso de su autor.



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