Los desmanes del cliché Somalia

Los desmanes del cliché Somalia

Los discursos actuales sobre lo sucedido en Somalia presentan un cóctel de muchos de los estereotipos peyorativos y concepciones simplistas que se suelen atribuir a los africanos y a los musulmanes. Por un lado, cabe atribuir los mensajes distorsionados a la extendida ignorancia de todo aquello que representa Somalia, olvidada por los grupos de información y opinión desde hace más de una década. Por el otro lado, Somalia reúne los ingredientes necesarios para convertirse en el nuevo chivo expiatorio de la política perversa llevada a cabo por EE. UU. bajo la denominación de “Guerra contra el Terror”
Alejandro Pozo, Materiales de Trabajo núm.30 (Enero 2007)

Los bombardeos de Etiopía y EE.UU. han sido la gota que ha colmado el vaso en la cadena de desenfrenos acontecida el último año en Somalia. Estos hechos sólo han despertado la “preocupación” de unas Naciones Unidas que no han objetado los ataques y de una Unión Europea en la que sólo Italia y Noruega han mostrado su condena. El argumento de la intervención es bien conocido: Somalia es un feudo del islamismo extremista internacional, es necesario erradicarlo y, tal y como ha reconocido el mismo presidente del Gobierno transitorio de Somalia, EE. UU. tiene todo el derecho de hacer lo que estime conveniente para eliminar a Al Qaeda y sus colaboradores de la faz de La Tierra.

Los discursos actuales sobre lo sucedido en Somalia presentan un cóctel de muchos de los estereotipos peyorativos y concepciones simplistas que se suelen atribuir a los africanos y a los musulmanes. Por un lado, cabe atribuir los mensajes distorsionados a la extendida ignorancia de todo aquello que representa Somalia, olvidada por los grupos de información y opinión desde hace más de una década. Por el otro lado, Somalia reúne los ingredientes necesarios para convertirse en el nuevo chivo expiatorio de la política perversa llevada a cabo por EE. UU. bajo la denominación de “Guerra contra el Terror”. El objetivo de este escrito es cuestionar, desde la incertidumbre que acompaña a la rapidez de los cambios, nueve de los argumentos aceptados como dogma en relación con los últimos acontecimientos en Somalia.

El primero refiere al convencimiento de que Somalia constituye un caldo de cultivo para el islamismo extremista internacional y que Al Qaeda ha sabido aprovechar esta coyuntura para afianzarse en este país. Me parece excesivo elevar el factor religioso más allá de un tímido papel secundario en lo sucedido en la última década en Somalia. Algunos autores han apuntado sus dudas sobre que los estados fallidos (en mayor medida los inexistentes, como es el caso somalí) representen un terreno favorable para el surgimiento o la expansión de grupos violentos internacionalmente organizados. En palabras de Alex de Waal, en el prólogo del libro Al Ittihad, publicado en Addis Abeba, “la influencia islamista es mucho más probable que aparezca en un proceso de re-estabilización estatal que desmilitarice la política y provea un marco de servicios públicos”. Cabe añadir, por mi parte, que este fenómeno podría producirse en contextos que ofrecen visibilidad, privilegios económicos o políticos para repartir y un “enemigo» definido como la madre de todos los males. Un informe de Naciones Unidas alertaba en 2005 de la existencia de algunos campos de entrenamiento “yihadistas” en Somalia. Sin embargo, esta presencia es muy reducida y los últimos años de la historia de Somalia no han apuntado a la existencia de grupo organizado alguno de estas características desde la desmembración de Al Ittihad hace una década, si bien han sido notorios los esfuerzos de ciertos individuos que habrían intentado reactivar, sin éxito significativo, estas células. Hassan Dahir Aweys, hoy cabeza visible de la Unión de los Tribunales Islámicos (UTI), fue uno de estos referentes en la sombra, aunque la revolución de la UTI merece otra lectura que presentaremos en el cuarto argumento. Por lo tanto, las dinámicas del conflicto somalí hasta la intromisión de EE. UU. tendrían poco que ver con Al Qaeda. Sin embargo, el nuevo escenario con los alicientes que representan el despertar mediático de Somalia y la instrumentalización del “enemigo cruzado” identificado en EE. UU. y Etiopía puede alimentar la consolidación de grupos mal llamados “yihadistas”.

El segundo argumento responde a las tradicionales referencias a Somalia en clave de anarquía. Cabe señalar que lo acontecido en la última década y media en el país no apunta a todo su territorio, sino a una reducida parte del mismo que tendría su centro de gravedad en Mogadiscio. La situación en el centro del país responde a otras dinámicas muy distintas que escapan a los objetivos de este artículo y, en el norte, los estados de facto de Puntland y, sobre todo, de Somaliland han asistido a los acontecimientos recientes como espectadores preocupados, no como parte implicada. Incluso buena parte del tercio sur de Somalia ha sido ajena a los cambios producidos en los últimos tiempos y continúa viviendo como solía, con una fuerte influencia de la tradición, el honor y el orden, invalidando las frecuentes referencias a la presunta anarquía con las que Occidente caricaturiza a menudo el país.

Un tercer punto tiene que ver con el término “señor de la guerra”, en el que suele identificarse a hombres de negocio que, si bien presentan muchas de las características de los señores de la guerra, difieren en otras. En ocasiones, también se incluye en esta denominación a muchas personas influyentes que, a pesar de no haber sido elegidas a través de un proceso de votación a la manera occidental, no por ello han dejado de ser representantes e interlocutores válidos de la población. Por ello, por señores de la guerra entenderemos en este escrito a los personajes de Mogadiscio de la talla de Hussein Aidid, Musa Sudi, Omar “Finish”, Osman Atto o Canyare (todos ellos ex-ministros en el Gobierno actual), agrupados hace un año bajo el eufemístico nombre de “Alianza para la Restauración de la Paz y contra el Terrorismo” o, simplemente, “la Alianza”. Sin embargo, también merecerían este calificativo nombres como los de “Morgan” (en Kismayo) u otros afines al Gobierno, como Mohamed Dhere o el propio presidente, el tristemente conocido, por infame, Abdullahi Yusuf.

Un cuarto capítulo cuestionaría que el origen de los Tribunales Islámicos se deba a la influencia extranjera. Partamos para ello de un contexto en el que la población estaba extremadamente harta de la falta de oportunidades que ha representado Somalia tras quince años de dominio de unos señores de la guerra que, haciendo honor a su denominación, hicieron de la violencia su negocio. Sin ignorar las diferencias en cuanto a los índices de popularidad entre estos personajes, los recelos que en general despertaban entre los y las somalíes sólo podían ser superados por la profunda animadversión hacia EE. UU. o Etiopía. El ejército estadounidense fue tristemente célebre en 1993 tras el apoyo proporcionado a todos los señores de la guerra que quisieron colaborar en su ciega persecución de Mohamed Farah Aidid, en lo que representó una participación directa de este país como un actor más en el conflicto armado. Por su parte, Etiopía trata a Somalia como un asunto de política interna. Es la eterna y acérrima enemiga que, financiando milicias y transfiriendo grandes cantidades de armamento violando el embargo internacional, desde hace medio siglo ha participado en cualquier intento de desestabilizar el Gobierno somalí, como medida de cautela ante las pretensiones de Somalia de recuperar el territorio del Ogaden etíope, de población somalí. Estas amenazas alcanzaron su momento cumbre en la guerra que en 1977 enfrentó a ambos países.

Con estas referencias históricas y bajo un contexto de enfrentamiento irreconciliable entre el Gobierno transitorio recién constituido y los señores de la guerra de Mogadiscio que se negaban a ceder los privilegios de los que gozaban en la capital, comenzaron a extenderse como aceite en agua informaciones que apuntaban hacia el apoyo de Etiopía a las fuerzas gubernamentales y de EE. UU. a los señores de la guerra. Los continuos hechos que confirmaban estos temores estuvieron catapultados por los omnipresentes rumores (alimentados por el empleo masivo de la radio) que caracterizan los asuntos políticos en Somalia. Todo parece señalar a que tanto uno como otro país conocían las posibles consecuencias de sus acciones y que el abrazo del oso a los señores de la guerra serviría a sus intereses en la zona.

Los Tribunales Islámicos no fueron creados ad hoc para tomar el poder en junio de 2006, sino que existían con anterioridad a esa fecha. Formados a partir de consideraciones identitarias, estos tribunales obtuvieron su legitimidad del Xeer, el derecho consuetudinario somalí que bebe de tradiciones nómadas y musulmanas. Sólo un número reducido de estos grupos estaba formado por individuos violentos que pretenderían aplicar versiones oscurantistas de la sharia. Su progresión puede ser entendida a partir de su sentido del oportunismo, de su atención a la población en asuntos sociales y de la existencia de un buen número de personas favorables al cambio. En el clima de rechazo a los apoyos de EE. UU. y Etiopía a otras facciones, realizaron algunas incursiones en pequeñas localidades en las que, no sin sorpresa, consiguieron, ante la falta de sostén de la población, la huída del cacique local con un reducido grupo leal a su persona. El resto de milicianos quedaron sin ocupación ni ingreso, dado que vivían de los réditos del Kalashnikov y de lealtades en función de los intereses del momento, del caudillo de turno. Hasta que la UTI les ofreció engrosar sus filas para intentar, a continuación, controlar una aldea de mayor tamaño. La sucesión de estos hechos alcanzó su clímax en la toma de Mogadiscio. Hoy la situación ha cambiado, pero sólo de chaqueta: el Gobierno tiene ahora algunos «policías» o «soldados» que son los mismos que antes eran «terroristas» en la UTI y, con anterioridad, «milicianos» de los señores de la guerra. Sólo así es posible entender la rápida falta de apoyos sufrida en una semana por parte de la Unión.

En lo que a su auge respecta, cabe entender a la UTI más como una facción armada que como un grupo religioso. Por el otro lado, no es cierto que los señores de la guerra o los miembros del Gobierno tuvieran un carácter profano. En los tres grupos existen corrientes islamistas muy diversas. Por tanto, es poco prudente presentar lo sucedido el pasado año a partir de razonamientos religiosos. Incluso el factor clánico, tan influyente en Somalia, no es determinante.

El quinto argumento que se pretende cuestionar es la presunta influencia extranjera en Somalia. El número de combatientes foráneos que ha apoyado a la UTI a partir de condicionantes ideológicos, religiosos o incluso económicos es muy reducido y su exagerada visibilidad respondería a los intentos por parte de los medios de comunicación internacionales de establecer paralelismos con el fenómeno mediatizado hace cinco años en Afganistán (aunque tampoco entonces tuvieron la trascendencia que se les otorgó). En lo que a otros actores se refiere, como suele suceder en los conflictos armados la injerencia extranjera en Somalia siempre ha sido muy importante: Etiopía, Kenia, Yibuti, Italia, EE. UU., la URSS, Yemen, Arabia Saudí, Eritrea, … Sin embargo, la base de los enfrentamientos corresponde a meras luchas internas por el poder, sin pretender despreciar la instrumentalización particular de estas dinámicas desde el exterior.

La sexta tesis vendría a justificar el cierre de las fronteras de Kenia para prevenir la huída de extremistas. Cabe recordar que este mismo hecho tuvo lugar en los pasos fronterizos de los países vecinos de Afganistán durante los bombardeos en este país por parte de EE. UU en 2001. Hoy como entonces, con el beneplácito de los gobiernos del mundo se impide la partida de muchas personas que pretendían encontrar refugio en Kenia, en lo que representa una violación flagrante del derecho internacional, que defiende que las poblaciones puedan escapar de la guerra y que las organizaciones humanitarias logren acceso a ellas.

En séptimo lugar, me aventuraría a predecir que el ampliamente anunciado despliegue internacional de tropas a cargo de la Unión Africana avalado por el Consejo de Seguridad de la ONU no llegará a producirse más allá de una fachada muy mediatizada. A no ser que cambien mucho las cosas, Europa, EE. UU. o Australia no participarán en un envío de tropas que no les aportaría beneficio directo alguno y sí muchos quebraderos de cabeza. El resto de estados que tradicionalmente participan en intervenciones militares sólo enviarán soldados si son presionados o incentivados para ello, si bien esta posibilidad es todavía remota. Sirva a modo de ejemplo mencionar que este despliegue viene siendo debatido en el seno de la IGAD (InterGovernmental Authority on Development) desde hace cerca de dos años. De sus seis países miembros, además de Somalia, se desestimó la inclusión de fuerzas de países vecinos, Etiopía, Kenia y Yibuti, por el rechazo que despiertan entre los y las somalíes. Eritrea declaró que no enviaría tropas y Sudán afirmó que, llegado el caso, valoraría la medida, aunque su situación interna y externa no le permite demasiadas concesiones. Únicamente Uganda se mostró dispuesta a aportar soldados con una oferta inicial de 2.000 soldados que ha sido posteriormente reducida. Cabe recordar que a mediados de los años noventa estaban desplegados en Somalia cerca de 30.000 soldados estadounidenses.

El octavo punto que se pretende poner en cuestión es el supuesto interés que tendría EE. UU. en la región. Todo parece indicar que tanto este país como Etiopía no pecaron de ingenuos al apoyar a las distintas facciones y que las consecuencias que hemos conocido fueron provocadas en origen. Si bien la rapidez con la que se han producido los cambios no habrá dejado de sorprender a nadie, no parece prudente dejar a la casualidad la explicación de lo sucedido. En el país de los rumores, también están extendidos aquellos que afirman que Etiopía financió, de alguna manera, a la UTI en sus primeras escaramuzas el año pasado. Mientras que las pretensiones de Etiopía en Somalia son más evidentes, las razones que han llevado a EE. UU. a intervenir desde el cielo somalí son más sutiles. Sin menoscabar la relativa importancia estratégica que se otorga a Somalia y su cercanía a Yibuti, donde se encuentra la hasta ahora única base militar estadounidense en África, todo parece apuntar que la implicación de EE. UU. en Somalia responde, en esencia, a la necesidad de mostrar a su hambrienta opinión pública una nueva evidencia de la pertinencia de la Guerra contra el Terror iniciada poco después de los atentados del 11-S. La coartada para Irak fue que no se actuó con suficiente contundencia. Como concepto, Somalia legitima Afganistán, justifica Irak y avala el aumento de tropas para este país anunciado apenas un día después de los bombardeos en el Cuerno africano.

El noveno y último argumento apunta a la legitimidad del Gobierno transitorio de Somalia y su carácter soberano. De acuerdo con el derecho internacional, no es de recibo justificar los bombardeos de Etiopía y EE. UU. a partir de las referencias a la falta de soberanía de Somalia como Estado o a la “autorización” que habría dado el presidente somalí. Cabe recordar que tanto la proclamación del presidente en octubre de 2004 como la elección de su equipo de gobierno fueron un camelo coordinado desde las elites internacionales para favorecer a las elites somalíes, sin la participación de la sociedad civil ni de estructuras de representación locales. La Unión Europea, parte implicada en el último proceso político, llegó a circunscribir la concesión de ayuda humanitaria a un contexto de cese de hostilidades. Es decir, se condicionaron los apoyos a la población a que los señores de la guerra abandonaran sus prácticas de violencia, cuando éstas son, precisamente, las que les confieren su denominación y les sitúan en las posiciones de poder que ostentan. Pagaron justos por pecadores.

Es una vergüenza que, tras una década de olvido, una parte del mundo dirija ahora su atención hacia Somalia únicamente como consecuencia de su presunta vinculación con el terrorismo internacional. También lo es que este protagonismo esté cargado de referencias simplistas que mezclan las lamentables e ignorantes etiquetas de salvaje, anárquico e irresponsable que suelen acompañar a lo africano, con las de terrorista, fundamentalista y represor que hacen lo propio con lo islámico. Somalia puede ser noticia por muchos motivos. Es importante mostrar lo que allí sucede a partir de su población, presentándola bajo los parámetros necesarios de dignidad y respeto, sin olvidar la desastrosa crisis humanitaria y promoviendo las reflexiones y debates sobre las opciones de mejora. La legitimación de las violencias que la guerra lleva asociadas ha llevado al extremo muchos aspectos de la vida somalí y es importante no analizar la situación con mirada sensacionalista. Me temo que en breve los medios de comunicación comenzarán a hablar de una «nueva” Somalia en la que “casi” se ha erradicado el terrorismo y en la que ya existen cines y McDonalds por doquier.

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