Matar virus a cañonazos. Sobre el estado de alarma y la respuesta militarista
El origen etimológico de la palabra «alarma» toma todo su sentido en estos días de excepcionalidad que nos toca vivir. El término proviene del vocablo italiano ‘allarme’, contracción de la expresión ‘all’arme’, cuyo significado literal es ‘al arma’, siendo este el grito que se daba ante la presencia del enemigo, advirtiendo a los soldados para que cogieran sus armas y defendieran el lugar.
Así ha ocurrido en el Estado español una vez decretado el estado de alarma el pasado 14 de marzo. Poco importa que «el enemigo» sea un virus al que no se puede combatir con la fuerza armada: la situación de emergencia daba al Ejército un papel destacado en la gestión de la crisis, y el lenguaje de los cargos públicos se tornaba belicista repentinamente.
«Estamos en guerra», anunciaba Macron a la ciudadanía francesa. Unos días antes, Pedro Sánchez optaba por una metáfora bélica que no invita precisamente a la esperanza: «el enemigo no está a las puertas, penetró hace tiempo en la ciudad». Pablo Casado nos hablaba de una «nación herida» que libra «una guerra no convencional». E incluso Pablo Iglesias se dejaba llevar por el discurso épico de tiempos de guerra: «hay que enfrentar una guerra que no distingue de territorios pero desafortunadamente sí de clase social».
Pero quien mejor parece dominar este lenguaje es, por motivos obvios, el jefe de Estado Mayor de la Defensa, el general Miguel Ángel Villarroya. Algunas de sus frases en la rueda de prensa del 20 de marzo del equipo técnico del comité de gestión de la crisis llevaron el discurso militarista hasta su máximo esplendor: «En esta guerra irregular y rara que nos ha tocado luchar, todos somos soldados». El Jemad alabó que la ciudadanía incorpore lo que él considera «virtudes militares», felicitó a los españoles «por la disciplina que están mostrando, todos los ciudadanos comportándose como soldados en este difícil momento» y se congratuló de que el «espíritu de servicio no es exclusivo de los militares, lo estamos viendo todos los días en el personal sanitario», lo que debió sorprender en más de un hospital. Por último, el general nos pidió que «demostremos que somos soldados cada uno en el puesto que nos ha tocado vivir«.
Es cierto que no es noticia que un militar piense y se exprese así, pero desde luego sí que lo es que lo haga desde una posición tan relevante, por lo que quizás es más cuestionable el juicio ya no solo de quien decide ponerle delante de un micro, si no de quien le da galones en una crisis como esta. Es verdaderamente alarmante (valga en este caso el término) escuchar semejante alarde militarista en un comunicado oficial, y es sin duda sintomático e ilustrativo del funcionamiento del Estado, los poderes públicos y en especial del paradigma de seguridad y defensa vigente.
El gasto militar del Estado español ha sido de más de 200 mil millones de euros desde la crisis de 2008, habiendo sufrido unos recortes moderados en relación a sectores como sanidad (que además sufrió privatizaciones y externalizaciones), educación, investigación o fomento, y en constante crecimiento desde 2014. Este gasto se explica en parte por lo sobredimensionado de las Fuerzas Armadas, con más de 120.000 efectivos, en un país que no cuenta con ninguna amenaza creíble de invasión. Estos 200 mil millones incluyen (siguiendo los criterios del Centre Delàs) partidas colocadas en otros ministerios y una parte muy jugosa de la compra de armamento, que hasta el año pasado se venía ocultando de forma sistemática de los presupuestos de Defensa mediante créditos extraordinarios, práctica que el Tribunal Constitucional terminó considerando ilegal. Los Programas Especiales de Armamento acumulan en las dos últimas décadas 41.396 millones y financian la adquisición de sistemas de armas como el caza de combate Eurofighter, los carros de combate Leonardo, los vehículos blindados de cadenas Pizarro o las Fragatas F-100.
Ni los 120.000 efectivos del Ejército, ni el Eurofighter, ni los Leonardo, ni los Pizarro, ni las F-100 pudieron parar al COVID-19. Tampoco son la respuesta adecuada para frenar el cambio climático o los movimientos forzados de población, incluidos como amenazas en las estrategias de defensa y seguridad tanto españolas como de la UE. Este es el problema de fondo: nos venden seguridad nacional, basada en la protección de la integridad del estado, sus fronteras y sus estructuras de poder (y tremendamente condicionada por el lobby del complejo militar-industrial), cuando lo que necesitamos es seguridad humana, centrada en las personas y en su protección frente a la inseguridad económica, alimentaria, sanitaria, ambiental, personal, comunitaria o política.
La pandemia del coronavirus es sin lugar a dudas una crisis de seguridad humana, una emergencia a la que solo se puede hacer frente con una mejor sanidad e investigación en salud, con unos servicios públicos universales y de calidad, y desde la garantía de los derechos políticos, económicos y sociales.
Soy consciente de que parte de los esfuerzos de las unidades militares desplegadas tienen que ver con tareas como, por ejemplo, la desinfección de espacios públicos, pero creo firmemente que esa función debería ser realizada por servicios de protección civil, mejor preparados para labores de ese tipo y más baratos para las arcas públicas, pero con unos recursos mucho más modestos que las Fuerzas Armadas. Ninguna justificación tiene el despliegue de 2.850 soldados armados para tareas de «control y vigilancia».
No podemos permitir que las Fuerzas Armadas utilicen una crisis ante la que nada han podido hacer (y que expone de forma ostensible sus vergüenzas) para legitimar su posición privilegiada en la sociedad y en los presupuestos del Estado. Tampoco debemos permitir que la retórica ni los valores militares de orden, obediencia, jerarquía, disuasión y virilidad se impongan durante esta crisis. Frente al miedo y la disciplina, que son difíciles de sacudirse una vez terminan crisis así, exijamos una solución civil, horizontal y noviolenta; Defendamos los cuidados, el apoyo mutuo, el bien común y los servicios públicos como garantía de justicia social; Pongamos en valor la solidaridad, resiliencia y creatividad de nuestras comunidades, y la esperanza como principio guía para salir de ésta fortalecidos como sociedad.
Demostremos que no somos soldados, cada una en el puesto que nos ha tocado vivir.
Lea también el comunicado del Centre Delàs con motivo del Estado de Emergencia y la crisis del COVID-19.
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