Ocho años de despropósitos en Afganistán

Ocho años de despropósitos en Afganistán

El pasado 7 de octubre se cumplieron ocho años de la intervención militar en Afganistán. La ciudadanía española suele considerar su participación en aquel país como una misión legal (diferenciándola de forma expresa y efusiva de Irak), de la ONU, de carácter humanitario y como parte de un proceso de paz posbélico.

Sin embargo, la intervención militar en Afganistán sería harina de otro costal. Sin duda, la cumpleañera Libertad duradera es una operación contraria al Derecho internacional, dado que no se adapta a las excepciones recogidas en la Carta de la ONU para legalizar la fuerza militar contra un estado. Es cierto que España abandonó oficialmente esa operación en 2004, y que la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF, en sus siglas en inglés), en la que participa bajo control de la OTAN, está autorizada por el Consejo de Seguridad. Sin embargo, cabe advertir que ambas misiones coexisten en el terreno, colaboran constantemente y comparten información e incursiones; que los soldados de EEUU representan la práctica totalidad de Libertad duradera, pero también cerca de la mitad de ISAF; que en sus debates y discursos los medios, los políticos y los presupuestos militares estadounidenses no diferencian expresamente entre Libertad duradera e ISAF, al menos no en la lógica, en las motivaciones ni en la esencia de la intervención militar. Y si no, respondan: ¿no dirige el famoso general McChrystal tanto ISAF como Libertad duradera? Si bien ISAF es legal, el conjunto de la intervención militar en Afganistán podría ser considerado como contrario al Derecho internacional. Por otro lado, ISAF no es una misión de la ONU, sino de la OTAN. No hay cascos azules en Afganistán. La diferencia es significativa porque la ONU no opera, al menos en la teoría, bajo la dirección de Washington y según los intereses concretos de la Alianza y/o sus miembros. Además, ISAF no es una operación de mantenimiento de la paz, ni producto de un proceso de paz que ni siquiera se ha intentado. La ex titular de Exteriores de EEUU, Condoleezza Rice, advirtió en febrero de 2008 que «la población [europea] debe comprender que no se trata de una misión de paz» (Público, 06/02/08). Resulta prudente, por ser quien fue, hacerle caso. Afganistán no es Irak, ninguna guerra suele parecerse a otra. Sin embargo, un repaso a los mitos anteriores y un análisis de las razones de la intervención (que pocos dudan que estén relacionadas no con lo que contiene Afganistán -o quien vive allí-, sino con ser un enorme tablero de juegos en el que numerosos países se disputan poder y privilegios), invitan a concluir que, al menos en su lógica, esencia y maneras, y salvando las distancias, Irak y Afganistán se parecen mucho más de lo que nuestros esforzados políticos, comunicadores y analistas nos sugieren.

En España, los numerosos defensores de la intervención han sentenciado un falso escenario en el que sólo cabrían dos opciones diametralmente opuestas: el desastre actual u olvidarse por completo de Afganistán, y advierten que retirar las tropas supondría una catástrofe mayor, ninguneando una importante cantidad de alternativas no militares disponibles. Se ha aumentado el contingente en un momento en el que seis de cada diez encuestados en junio de 2009 deseaban retirar los soldados o disminuir su número (sólo un 3,1% optaba por incrementarlo), según el Real Instituto Elcano, y se ha asegurado que, de retirarlos, en Afganistán habría guerra. Disculpen, en Afganistán ya existe una guerra con más muertes que durante la etapa de control talibán. La OTAN es una de las partes enfrentadas y también mata civiles (más de un tercio del total, y se cuentan por millares).

Los combatientes (mucho más numerosos que los talibán) necesitan bases de apoyo comunitario. Si la actividad de la insurgencia ha aumentado, quizá se deba a que aquellos apoyos también lo han hecho. Pero en lugar de preguntarnos porqué (los bombardeos de civiles, las connivencias con los caciques o el ninguneo de la población podrían guardar relación) y replantear la intervención, la respuesta sigue siendo siempre la misma: ¡más tropas! Al menos 93 de cada cien euros destinados por España y el mundo a Afganistán son gasto militar directo. Sería más pertinente retirar los soldados, pero sin olvidarse de aquel país, y fomentar el pendiente acuerdo de paz; implementar las todavía ausentes fuertes medidas diplomáticas con los países vecinos para garantizar su colaboración y evitar apoyos a las facciones armadas; promover la participación visible y destacada de los legítimos representantes civiles en los que confía la población (y a través de los cuales se canalizaría la ayuda); dejar de apadrinar a señores de la guerra y de los negocios; respetar las maneras locales, su cosmovisión, sus prioridades (no tan distintas de las nuestras); realizar investigaciones sobre los crímenes de guerra cometidos por todas las partes (hoy como antes); iniciar un procedimiento creíble y sincero de reparación a las víctimas y un proceso ambicioso y real de desarme, desmovilización y reintegración de combatientes (no aquel camelo que hace años sólo desarmó a los más débiles); recoger la escandalosa cantidad de armas transferida a Afganistán (primer importador de EEUU y, por tanto, mundial, según The New York Times); y dificultar las conexiones políticas y financieras internacionales que facilitan toda guerra. Ocho años después, continúan existiendo alternativas a las maneras militaristas de la OTAN para comprometerse con Afganistán, y éstas pasan necesariamente por su maltratada población.



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