Violencia religiosa
(article no disponible en català).
La violencia y el integrismo
presentes en los libros fundacionales de las tres religiones
monoteistas, el judaísmo, el cristianismo y el islam son analizados en
este trabajo.
Alejandro Pozo Marín (setiembre 2003).
Introducción Existen diversos motivos por los cuales he decidido realizar un trabajo sobre el factor religioso en la violencia y el integrismo. En numerosas ocasiones, se ha hecho referencia a conflictos armados a partir de lo que se pretendía era su desencadenante: el factor religioso. Sin menospreciar la influencia del factor religioso, siempre me ha parecido importante contribuir a mostrar el verdadero rostro de la violencia, desmitificando conceptos como los de guerra santa o guerra justa en el cristianismo o el judaísmo o la presunta amenaza que según algunos y algunas representa el Islam para toda la sociedad no islámica que habita el planeta. Desde mi humilde punto de vista, considero que las raíces de la violencia armada están más vinculadas a la injusta distribución de la riqueza, la marginación y la pobreza endémicas a la mayoría de las personas que habitamos el planeta; y menos a presuntas, aunque existentes, perversas interpretaciones de los discursos identitarios, sean religiosos, étnicos o nacionalistas. A raíz del tema de la asignatura, me pareció interesante profundizar un poco en la importancia que tiene la religión en los conflictos armados.
A la Palestina Antigua en general, y a Jerusalén en particular, se la considera cuna de nacimiento de las tres grandes religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo e Islam, según su orden de aparición. Jerusalén siempre se ha presentado como uno de los principales obstáculos ante una eventual paz duradera en Oriente Próximo. En la Ciudad Santa se encuentran numerosos lugares sagrados cristianos, judíos e islámicos, sorprendentemente cerca unos de otros: el tercer lugar más sagrado del Islam, la Mezquita de Omar, y el lugar más sagrado del Judaísmo, el Muro de las Lamentaciones, apenas están separados por la división física que representa el mismo muro. En ocasiones, esta cercanía ha ocasionado enfrentamientos entre los fieles de las distintas religiones. Sin embargo, el conflicto desde hace décadas entre israelíes y palestinos responde más a una situación de nacionalismo étnico excluyente (el sionismo) que a razones religiosas.
Justificar la transformación violenta de los conflictos con pretextos étnicos o religiosos es una práctica común que muchas veces distorsiona la realidad y que corresponden a análisis simplistas de los conflictos armados. Las guerras se desatan básicamente por poder o por territorios. Posteriormente, los argumentos étnicos, religiosos y nacionalistas son muchas veces empleados para polarizar a las sociedades, definiendo al «otro», al que hay que exterminar; y para justificar los conflictos, simplificarlos y considerarlos como «naturales», destacando lo poco que podemos hacer frente a tanta locura desatada.
Cuando presentamos un conflicto armado bajo motivaciones políticas y económicas, siempre quedan al descubierto los intereses particulares que determinados grupos tienen al respecto. El papel de la opinión publica internacional resulta determinante en estos casos. Su denuncia respecto a las violaciones de derechos humanos o, en su caso, del Derecho Internacional Humanitario y la denuncia sobre las transferencias de armamentos con las que otros cometen los horrores de la violencia, entre otros aspectos, constituyen el núcleo de la movilización de la ciudadanía mundial frente a actos de injusticia. Sin embargo, calificar un conflicto armado como religioso, desmoviliza a las sociedades.
Sin embargo, la religión también juega un papel muy importante. Cristianos, judíos y musulmanes han hecho referencia a Dios para legitimar el empleo de la violencia. Sin pretender defender ni condenar el Islam, el Cristianismo o el Judaísmo, ni las religiones en su conjunto, uno de los objetivos de este trabajo es elaborar un informe de las distintas justificaciones que cristianos, judíos y musulmanes hacen de la violencia a partir de razonamientos religiosos. Al mismo tiempo, se tratará de responder a la pregunta de los conflictos armados, tal y como los entendemos hoy día, tiene su razón de ser en el factor religioso. En cualquier caso, la religión sí puede constituir un elemento de importancia capital en la transformación pacífica del conflicto. Un uso perverso del fenómeno religioso tiene un gran potencial para polarizar las sociedades y enfrentarlas violentamente. Sin embargo, un uso más racional del mensaje religioso, apelando a sus valores de paz y tolerancia puede contener un potencial incluso mayor para la unión de estas sociedades. Se trata, pues, de encontrar este potencial.
<U>Qué es el integrismo/fundamentalismo
</U>
El
fundamentalismo «no es una doctrina, sino una formad de interpretar y
vivir la doctrina. Es asumir la letra de las doctrinas y las normas sin
atender a su espíritu y a su inserción en el proceso siempre cambiante
de la historia». El fundamentalismo aparece cuando alguien se siente
portador de una verdad absoluta y «no puede tolerar ninguna otra verdad,
y su destino es la intolerancia. Y la intolerancia genera el desprecio
del otro».
Según Leonardo Boff, la cuna del fundamentalismo se encuentra en el protestantismo norteamericano, surgido a mediados del siglo XIX. El termino fue acuñado en 1915, y adquirió relevancia social en EEUU a partir de los años cincuenta con las «Electronic Churches», donde predicadores famosos emplean la radio y la televisión para sus predicaciones y campañas conservadoras.
Las guerras por identidad: las guerras religiosas
Empezaremos por la conclusión del capítulo: el historiador G.Kherer asegura que no está comprobada la existencia de un solo caso en el que la religión y un conflicto puramente religioso fuesen la causa única de una guerra. Sin embargo, Raimon Panikkar señala que, desde siempre, la guerra ha constituido un problema religioso, ya que «la mayor parte de las guerras han tenido un expreso cariz religioso o, por lo menos, se les ha buscado una justificación religiosa».
Los criterios para definir qué es conflicto armado y qué es guerra son dispares y dependen de quién realiza la clasificación. Uno de estos estudios, señala que, en 1999, comenzaron o continuaban alrededor de 38 conflictos armados. De estos, 19 estaban clasificados como conflicto «étnico», «religioso» o «rebelión separatista étnica». ¿Por qué ese interés en resaltar el rostro religioso (o nacionalista o étnico) en conflictos armados con múltiples factores legitimadores? Jesús María Alemany explica de esta forma los factores que facilitan la cobertura religiosa de conflictos con otro origen: «Primero, que el hecho religioso está fuertemente enraizado en la vida de las personas y de los pueblos, constituyendo –contra lo que pensó la Ilustración- un fenómeno de relevancia pública, cultural, social, política, nacional y hasta étnica. Segundo, que la religión libera sentimientos muy intensos porque está vinculada al sentido de la vida y de la muerte, y a sus vínculos comunitarios de pertenencia colectiva. Sentido y pertenencia son dos necesidades primarias en los seres humanos. Por eso, la religión tiene una enorme fuerza tanto de motivación como de legitimación, bien conocida por quienes desean movilizar a un pueblo, o algunos grupos dentro de él, en torno a otros intereses más o menos encubiertos».
De trata, en definitiva, de identificar al «otro». Si no hay «otro», no existe enemigo. Y en ocasiones se necesita un enemigo para poder llevar a cabo un plan determinado que, en principio, poco tendrá que ver con la religión. Se necesita a un «otro», por ejemplo, para achacarle todos los males que padece una sociedad determinada. Este mecanismo, conocido como el «chivo expiatorio», ya fue empleado por Hitler contra los judíos. Ello le permitió considerar que no había sitio para dos pueblos en un solo territorio. Las comparaciones con el conflicto palestino-israelí, por ejemplo, son, como siempre, odiosas.
Por eso tenemos que inventar, aunque sea parcialmente, al «otro». Precisamente para conseguir una mayor cohesión e identidad del «nosotros».
¿Y cómo identificar al otro? a través de los rasgos identitarios más relevantes para la persona, sea la lengua, la religión (dónde se reúne para practicarla), el color de la piel o el apellido. Y la diferencia entre «nosotros» y «ellos» deberá dejar bien claro que el Bien queda en nuestro lado y el Mal y su amenaza en el lado contrario. Quien determina las características del ellos y el nosotros es, una vez mas, la educación, como quien determinará las relaciones entre los dos grupos en conflicto.
Unos/as y otros/as pretenden conseguir sus objetivos a través del miedo. En el conflicto palestino-israelí, por ejemplo, en un estudio se reflejaron algunas «actitudes de judíos y árabes hacia el proceso de paz». Un 67,8% de los judíos declararon que «la mayoría de los árabes eliminarían a los israelíes si pudieran», y un 15,7% se mostró indiferente. Un 21,8% de los palestinos también estuvieron de acuerdo con este enunciado, mientras que un 20,9% mostró indiferencia. Una conclusión que puede extraerse de estas estadísticas es que tanto una como otra sociedad tienen miedo, aunque probablemente no sepan exactamente de qué. Con esta percepción, fruto de la propaganda que intoxica a ambas sociedades demonizando al adversario, difícilmente podrá abrirse una puerta al diálogo.
Los conflictos identitarios han contribuido a la agudización de las consecuencias de los conflictos. No en cuanto a la intensidad de la lucha, ni al número de muertes, ni a las muertes por cada 1000 habitantes, ya que las estadísticas parecen corroborar que las cifras no han variado de manera significativa entre el periodo de la Guerra Fría y los periodos posteriores a la misma. Pero sí se muestra una diferencia en las formas de hacer la lucha, la identificación de los combatientes y el carácter de las víctimas. En las guerras «modernas», la población civil se ha convertido en objetivo de guerra. Las imágenes de niños en Sierra Leona mutilados por machete o el genocidio de Ruanda alcanzaron grados de inhumanidad y crueldad que difícilmente podrían haberse logrado si no hubiese existido una demonización radical del «otro».
Así, mientras que en los conflictos ideológicos de la Guerra Fría, el objetivo con respecto a la población civil «tenían un hálito misionero, pretendían dominar, expandirse, «reeducar» al otro y convertirlo a su ideología, es decir, estaban dotados de una tendencia incluyente, los nuevos conflictos identitarios tienen como objetivo la afirmación mediante la eliminación simbólica o real de «lo otro». La afirmación de la propia identidad se hace a costa de la identidad ajena. Su tendencia es excluyente. Su objetivo no es tanto ganar como humillar, exterminar. Por eso no existe proporción entre los medios empleados y una supuesta victoria militar».
«La política mundial está entrando en una nueva fase en la que el origen fundamental del conflicto no será ni ideológico ni económico. La gran división de la humanidad y la fuente principal de los conflictos será cultural». Los escritos de Samuel P. Huntington han cobrado importancia tras los acontecimientos terroristas del 11 de septiembre en EEUU. Parecería como si el discurso tras los atentados se hubiese adaptado a su polémico libro El Choque de Civilizaciones, en lugar de ser el libro quien se adapta a la realidad. En cualquier caso, está demostrado que la diferencia cultural no es condición necesaria ni suficiente para el conflicto violento. Otra cosa es que quien está interesado en que unos y otros odien y se maten utilice el discurso de la amenaza religiosa o cultural para legitimar la violencia necesaria para exterminar al «otro». La religión constituye uno de los elementos de la identidad de las personas más importantes, «en cuanto depositaria de valores y símbolos, configuradora de cohesión y pertenencia, instancia de legitimación y fuerza movilizadora capaz de galvanizar energías». Y los señores de la guerra lo saben.
Justificaciones cristianas a la violencia
El origen del fundamentalismo cristiano se encuentra, como vimos, en el protestantismo estadounidense. Sin embargo, la forma de integrismo cristiano más conocida es la vertiente vaticana del catolicismo. Según Leonardo Boff, existen dos vertientes en el fundamentalismo católico: el doctrinal y el ético- moral:
El fundamentalismo doctrinal está perfectamente representado por el documento Dominus Iesus, firmado en 2000 por el Cardenal Josef Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (antigua Inquisición): «La Iglesia católica es la única Iglesia de Cristo, mientras que las restantes denominaciones cristianas no son iglesia, sino que han usurpado tal título, y lo único que tienen son determinados elementos eclesiales». En esta vertiente, destacan por su integrismo la marginación de las mujeres del sacerdocio y de los cargos de dirección de la Iglesia, el desprecio de la laicidad y el autoritarismo y la jerarquización de la cúpula clerical.
En la vertiente de la moral y las costumbres, destaca el escándalo que provocan las prohibiciones en temas relacionados con la sexualidad y la reproducción: homosexualidad, masturbación, segundas nupcias tras el divorcio, diagnóstico prenatal, fecundación artificial,…o la fuerte oposición al uso de anticonceptivos como el preservativo, cuando los muertos y muertas por infecciones de trasmisión sexual se cuentan por millones, o cuando niñas de apenas 13 años quedan embarazadas por falta de una educación sexual adecuada.
Fue en el más integrista de todos los concilios, el Vaticano I de 1871, donde por primera vez se proclamó la infalibilidad pontificia, convirtiendo así el Papa en un semi-dios. El Concilio Vaticano II, por el contrario, fue convocado por el papa Juan XXIII para que la Iglesia pudiera abrirse al mundo y responder a sus problemas y necesidades. El Vaticano podía haber escogido una tendencia en línea de esta última vertiente, mucho más humana y pacífica. Sin embargo, optó por la primera opción, con «un lenguaje populista» y un «retorno al conservadurismo contra la opción prioritaria a favor de los pobres» en el plano social; el retorno a un centralismo autoritario en el político y una «concepción puramente occidental de la expresión de la fe» en el plano cultural.
Ejemplos no faltan: el Vaticano fue uno de los pocos estados que no refrendaron la Carta de Derechos Humanos de la onU en 1948 (por no constar en su introducción el nombre de Dios); saboteó las postales de felicitación navideñas de la UNICEF y suspendió su contribución a la Obra de Ayuda a la Infancia de la UNESCO, ya que estos dos organismos recomendaban el uso de anticonceptivos a las mujeres refugiadas.
La conquista de América que se inició en 1492 es uno de los ejemplos más tristes de fundamentalismo cristiano. Y más triste aún es el Papa Juan Pablo II estimara que el balance es «globalmente positivo». Podríamos preguntarnos positivo para quién. Ante la visita del Papa a México, un grupo de sacerdotes mexicanos le pidieron por escrito «Que no se celebre como un festejo el quinto centenario de la evangelización. Por el contrario, que se pida perdón al indígena a quien le aconteció. Que la Iglesia consagre todas sus energías a devolver lo que se robó a los indígenas: la tierra, la organización social, la libertad, la cultura». Medio milenio antes, «el 80% de los indios autóctonos» fueron «exterminados mediante la conquista, los trabajos forzados, las epidemias de viruela y de sífilis». O fueron quemados todos los escritos portadores de las culturas autóctonas de América, como hizo entre otros el obispo Diego de Landa, que borró en la hoguera todos los rastros escritos de la cultura maya y sus libros sagrados y destruyó sus obras de arte como «ídolos». Sin embargo, parece que 1492, «sólo aconteció el comienzo de la evangelización».
La Iglesia continúa enfadada con América: tanto el cardenal Ratzinger como el papa Juan Pablo II continuaron con el rechazo integrista a la Teología de la Liberación: «al definir la verdadera libertad y la auténtica liberación», ellas han contribuido «proféticamente» a «desenmascarar las utopías ideológicas engañosas y servilismos políticos en total desacuerdo con la doctrina y la misión de la Iglesia» (punto 18 de la Carta). El Papa denunció la «concepción cerrada y una práctica anormal de la opción a favor de los pobres» (punto 20), lo que constituye un desvío, explicitando la «falta de referencia a la pobreza de Jesús».
Por otro lado, el cristianismo viene legitimando la guerra desde los tiempos de San de San Agustín y Tomás de Aquino (aunque este último afirmaba que la guerra era siempre un pecado aunque a veces su causa fuera justa). Aunque la justificaban en circunstancias muy determinadas, como la existencia de una causa justa o provocar «más bien que mal», la guerra justa ha sido el pretexto utilizado desde entonces hasta nuestros días, aunque hoy su teoría este incluida en el Derecho Internacional Humanitario. Por otro lado, incluso algunos teólogos han adaptado la teoría de la guerra justa a la Teología de la Liberación, con el argumento que la Iglesia puede embarcarse en una «revolución justa».
Pero el fundamentalismo cristiano no se limita al catolicismo y su Vaticano. Ni los atentados terroristas tampoco. En 1985, el reverendo Michael –Mike- Bray y otros dos acusados fueron condenados por destruir siete clínicas de interrupción del embarazo en EEUU. Bray defendió el uso de armas letales contra el personal de las clínicas.En 1998 y 1999 Eric Robert Rudolph colocó bombas en otras clínicas abortistas y bares de lesbianas. Rudolph estaba relacionado Identidad Cristiana. Esta rama del cristianismo particularmente perversa también estuvo relacionada con la vida de Timothy McVeigh, condenado por colocar bombas en el edificio federal de Oklahoma City.
Justificaciones judías a la violencia
El caso más extremo de violencia «religiosa» judía en la actualidad está representado por Israel, bien desde el Gobierno y su ejército, bien desde el integrismo que puede encontrarse dentro del movimiento colono.
Probablemente, el incidente violento más conocido, y uno de los más crueles, sigue siendo el asesinato de treinta musulmanes en la Tumba de los Patriarcas de Hebrón en 1994, a manos del colono israelí Baruch Goldstein, quien apeló a Dios para legitimar sus actos. Tras su muerte, su tumba se convirtió en un lugar de atractivo turístico y de «culto religioso».
Goldstein fue un seguidor de Meir Krahane, fundador del partido de derechas de Israel, Kach (Pues). Krahane lideró un partido que desde un principio se opuso tanto a la creación de un estado palestino como al establecimiento de un estado laico en Israel. Según él, no despreciaba a los árabes. Lo que realmente detestaba era al Estado laico judío: «cada judío asesinado tiene dos asesinos», explicaba, «los árabes que lo mataron y el gobierno que dejó que sucediera». Así, Kahane legitimó el uso de la fuerza contra los enemigos del estado confesional judío en Israel, fueran israelíes o palestinos. En estos términos se encuentra la noción de Krahane del kiddush ha-Shem: mientras los judíos fuesen exaltados y sus enemigos humillados, se glorificaba a Dios y la llegada del Mesías se hacía más probable. Yigal Amir , un estudiante de la conservadora Universidad Bar-Ilan de Tel Aviv, se tomó en serio la doctrina de Kahane, y la implementó asesinando al Primer Ministro israelí Isaac Rabín. También Dios tuvo algo que ver. Amir afirmó que «había actuado solo y cumpliendo órdenes de Dios». Krahane también fue asesinado en Manhatan, Nueva York en 1990 por un no menos integrista árabe llamado Nosair.
Desde la invasión a Líbano en 1982, han aparecido numerosos israelíes declarando su insumisión al servicio militar. Hoy son alrededor de 500 las personas que han desafiado la cultura de violencia institucionalizada en Israel. En julio de 2002, Shlomo Aviner, uno de los principales líderes religiosos del movimiento colono pidió sin éxito la pena de muerte para los insumisos de los Territorios Ocupados.
Determinadas facciones judías, en especial algunos miembros del movimiento colono, legitiman el uso de la violencia contra los palestinos, haciendo referencia a la humillación que representa que estas personas habiten un territorio que Dios destinó al pueblo judío. Por ello, uno de los propósitos de la violencia contra los árabes es «asustarles», y no dejarles asumir que pueden vivir en Israel pacífica o normalmente. Las similitudes entre este discurso y el de las organizaciones radicales islámicas, como veremos, resulta sorprendente.
<U>La guerra justa en el Judaísmo y justificación en los textos.
</U>
Como
en el caso islámico, la justificación de la violencia depende del
talante del que interpreta la religión. Una particular interpretación
del judaísmo, bastante extendida, afirma que la ley judía permite dos
tipos de guerra justa: la obligatoria y la permisible. La primera es
necesaria para la defensa, para «proteger la fe o vencer a enemigos del
Señor». La segunda, se permite cuando sea prudente que un Estado la
lleve a cabo.
Según esta interpretación, quien debe determinar las condiciones para calificar una guerra de justa debe ser alguien autorizado. En principio, estas condiciones deberían ser establecidas por un gobierno regido por la ley judía: un Estado halákhico, en el caso de guerra obligatoria, o por un Consejo de Ancianos (el Sanedrín) o un profeta, en el de guerra permisible. Como no existe ninguna de esas entidades religiosas en la actualidad, las condiciones pueden ser decididas por cualquier intérprete autorizado de la Halakha, como un rabino. Como Krahane.
Puede interpretarse que el Judaísmo, como la mayoría de las tradiciones religiosas, justifica la violencia hasta cierto punto, al menos en casos de guerra justa. No faltan referencias en el Libro Sagrado. Sin embargo, la interpretación de estos textos está en función de la cultura de la violencia que posean los ojos que los leen.
Justificaciones islámicas a la violencia
Hamás, la Yihad Palestina, Hezbolá, Al-Qaeda,… son algunas de las organizaciones que matan presentando el factor Dios de su parte. Centraré este apartado en Hamás, ya que la guerra o terrorismo religiosos se reduce en la mente de muchas personas a la figura de esta organización y de la presunta tendencia islámica a la violencia. Es por ello que se profundizará más en estos aspectos.
<U>Violencia por parte de las organizaciones extremistas: Hamás
</U>
Hamás
surgió poco después de la primera Intifada (revuelta popular, que no
tiene por qué interpretarse como violenta). Esta sublevación tuvo sus
orígenes en los campos de refugiados de la Franja de Gaza y sus
promotores fueron los segmentos más pobres y rurales de estos campos.
Fue el pueblo quien se sublevó contra los continuos abusos cometidos por
parte del ejército israelí. Pese a que Hamás no lideró la Intifada en
sus inicios, tanto esta organización como la ya existente Yihad Islámica
quisieron proporcionar un rostro islámico a la revuelta, frente al
cariz marxista que pretendía la exiliada OLP. Las raíces de Hamás,
traducido como «celo» o «entusiasmo», se encuentran vinculadas a la
Hermandad Musulmana Palestina y al movimiento egipcio del mismo nombre.
Hamás se opone al reconocimiento del Estado de Israel y reivindica la
instauración de un Estado Palestino islámico desde el río Jordán hasta
el mar.
Hamás tiene varias caras. La primera, la única conocida a lo largo y ancho del planeta, es la que sugiere su particular modo de lucha: los atentados suicidas. Hamás presenta una variante importante con respecto a los atentados que realizan otras organizaciones, como Hezbolá. Mientras esta última organización ha lanzado sus ataques contra objetivos militares, Hamas ha dirigido los suyos contra el conjunto de la sociedad, argumentando que todo israelí es, al mismo tiempo, un soldado, apelando a la continua militancia de los israelíes en su ejército. La segunda, casi ignorada por la comunidad internacional y muy popular en Gaza y Cisjordania, ha sido su «cara pacífica». Ambas facetas se encuentran estrechamente vinculadas.
<U>Los atentados suicidas
</U>
Según
un trabajo del Centro de Estudios de Terrorismo y la Violencia Política
en la Universidad de Tel Aviv, basado en entrevistas con amigos y
familiares de 33 de los 34 participantes que tuvieron éxito en las
misiones suicidas de Hamás hasta 1998, «los jóvenes que morían sabían
que todo les iba a ser recompensado: iban a recibir setenta vírgenes y
setenta esposas en el cielo y su familia recibiría un pago en efectivo
de doce a quince mil dólares norteamericanos».
Las grabaciones de los testimonios realizados por los suicidas tienen una doble función: por un lado, sirven para honrar la memoria de los jóvenes que dan su vida por la organización. Por el otro, representan un arma de reclutamiento para otros voluntarios potenciales. En uno de estos vídeos, Mark Juergensmeyer reproduce el testimonio de un joven, al que llama «el chico sonriente»: «Mañana es el día del encuentro», decía. «El día del encuentro con el Señor de los Mundos […] Facilitaré mi sangre para honrar a Dios, por amor a su tierra y por el bien de la libertad y el honor de su pueblo, a fin de que Palestina siga siendo islámica y a fin de que Hamás siga siendo una antorcha que ilumine los caminos de todos los perplejos y todos los atormentados y oprimidos; y para que Palestina pueda ser liberada».
Según algunos de los miembros de organizaciones islámicas radicales, estas respuestas ante el interrogante que presentan estos atentados corresponden a análisis simplistas del fenómeno suicida. Una pregunta que podríamos plantearnos es si la religión representa el factor principal a la hora de justificar los atentados suicidas. Una segunda, estaría relacionada con el carácter supuestamente intrínseco islámico de estos atentados. Aunque no es el ánimo de este trabajo presentar una respuesta definitiva a estas preguntas, sí me propongo proporcionar algunas reflexiones.
Empezando por la segunda pregunta, parece evidente que el fenómeno suicida no es exclusivo del mundo islámico. Se suele apelar siempre al antecedente de los camicaces japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ni siquiera en números absolutos se puede afirmar que los atentados suicidas sean característicos de los islámicos. En primer lugar, en todos los países que forman el mundo musulmán han existido y/o existen disputas internas y externas. Sin embargo, el fenómeno suicida se ha restringido a aquellas zonas donde los contextos de exclusión y ocupación han sido más extremos, desde Palestina hasta Pakistán, pasando por Chechenia. En segundo lugar, fuera del contexto palestino, los casos de terrorismo suicida por parte de musulmanes son, aunque existentes e importantes, escasos. En tercer y último lugar, la mayoría de los suicidas que han existido en los últimos años en el mundo han ido de la mano de los tamiles cingaleses de la isla de Sri Lanka (Ceilán).
En lo que respecta a la primera pregunta, el fenómeno suicida conlleva una religiosidad manifiesta. El suicida se enfrenta al debate definitivo de la vida y la muerte, y ello implica siempre religiosidad. Sin embargo, esta religiosidad no tiene por qué estar relacionada con ninguna religión en concreto, tal y como vimos en el párrafo anterior.
La influencia de las organizaciones extremista islámicas en las instituciones educativas parece demostrada. Sin embargo, los suicidas no parecen estar formados por universitarios. El Centro de Estudios de Terrorismo y la Violencia Política en la Universidad de Tel Aviv, afirma en el mismo informe citado antes que la mayoría de los miembros de la célula suicida, fueron reclutados entre grupos de amigos en la escuela, en las actividades deportivas y entre los miembros de familias numerosas. Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre en EE UU, en todo el mundo se afianzó la creencia de que las madrasas (las llamadas «escuelas coránicas») eran los centros de reclutamiento de los fundamentalistas islámicos. Sin embargo, las madrasas son el equivalente de las fundaciones de beneficiencia en Occidente. Proporcionan pan, techo y un teórico futuro a aquella persona que acepta integrarse en el proceso educativo que presentan. Estas madrasas suelen ser de carácter privado, por lo que el talante y contenidos educativos depende del perfil del propietario. Así, si éste presenta integrismo, será ésta la educación que se proporcionará en sus madrasas. Pero el problema no radica tanto en la existencia de estos centros como en la falta de opciones para elegir que tiene una madre que vive en un campo de refugiados al tener que decidir un futuro para un hijo hambriento y cuyo futuro no tiene mejor horizonte que el de continuar siendo refugiado. Algunos de los campos de refugiados palestinos, por otro lado, tienen una antigüedad de más de medio siglo. La gran mayoría de las personas que viven en ellos no conocen otra vida que un exilio sin oportunidades. Y existen pocos indicios que sugieran que en otro medio siglo la situación vaya a ser mejor que la que existe hoy día.
Así, parece ser que el fenómeno suicida tiene una mayor vinculación con una situación de extrema pobreza que con falsas concepciones de la religión (que las hay). Al menos, parece existir un vínculo entre estos dos factores. El profesor y ensayista palestino-estadounidense Edward W. Said, premio (compartido) Príncipe de Asturias de la Concordia en 2002, tiene una percepción del fenómeno suicida que coincide con esta apreciación. Señala que «los atentados suicidas son reprobables, pero también consecuencia directa y, en mi opinión, programada, de años de abusos, impotencia y desesperación. Tienen muy poca relación con la presunta tendencia árabe o musulmana a la violencia. […] Sin por ello negar todo su horror, considero que a la violencia palestina —reacción de un pueblo desesperado y terriblemente oprimido— se le ha arrebatado su contexto, el terrible sufrimiento del que nace; no se ve que es un fracaso de la humanidad, lo cual no le resta horror pero lo sitúa en una realidad histórica y geográfica».
Hamás es una organización siniestra que realiza una interpretación perversa del fenómeno religioso. Abdul Aziz Rantisi, uno de los fundadores de Hamás, señaló que la legitimidad religiosa de las acciones de martirio voluntario (como denomina a los atentados suicidas) procedían de un decreto religioso –la fatwa- emitido por un muftí en los emiratos del Golfo. Sin embargo, incluso la cúpula de Hamás reconoce su instrumentalización del hecho religioso para perseguir fines políticos.
La guerra justa en el Islam y justificación en los textos
En el «mundo del conflicto» (dar al harb, fuera del mundo musulmán) se cree que mantener la pureza de la existencia religiosa es cuestión de yihad. Este concepto, interpretado en ocasiones como legitimación para el empleo de la violencia a través de una guerra «legal» o «sagrada», ha sido utilizado antes y ahora por guerreros musulmanes para racionalizar la expansión del control político en regiones no musulmanas.
Incluso las personas que sostienen la legitimidad de una interpretación de yihad como guerra santa, están de acuerdo en que no se puede apelar a ella de un modo arbitrario. Para que implique la obligatoriedad de participación para toda la comunidad musulmana, según afirman, debe tratarse de una yihad de carácter defensivo. Tampoco puede utilizarse para beneficio personal, o para justificar la conversión forzada a la fe: una persona únicamente puede convertirse al Islam a través de la persuasión no violenta y racional y el cambio de corazón. Por otro lado, la legitimación de la violencia en la lucha contra la injusticia social y política es relativamente novedosa.
Como todas las religiones, el Islam es ambiguo respecto a la violencia. Sin embargo, es el mismo carácter cambiante de los concepto de violencia y paz el que provoca esta ambiguedad.
Hamás y otras organizaciones y personas islámicas, realizan una interpretación particular del texto coránico. Según el teórico francés Roger Garaudy, cualquiera de las variantes modernas del integrismo islámico exige un respeto por la tradición: la Sunna, la tradición del Profeta, pese a que el mismo Mahoma rechazó que se escribieran sus comentarios junto con los versículos del Corán, para que sus comentarios y actos terrenales no corrieran el riesgo de ser confundidos con la palabra de Dios. El mismo Corán utiliza a menudo la palabra «Sunna» en sentido peyorativo: designa las costumbres pre-islámicas con las cuales el Corán incita a romper.
Siguiendo con Garaudy, «el integrismo reposa sobre una confusión permanente entre la libertad responsable del hombre y la necesidad del orden general del mundo querido por Dios, entre la ley moral de Dios, la sharía, y la jurisprudencia de los poderes, fiqh, entre la Palabra de Dios y la palabra humana». El Corán es una convocatoria religiosa y no un libro jurídico. Habla de fe, no de leyes. La sharía se refiere a los principios morales universales propios del creyente, a la fe, la fuente, que permanece inalterable a lo largo de los siglos. El fiqh, consiste en una serie de principios jurídicos que pertenecen a un contexto histórico determinado. Así, el fiqh sería cambiante y dependiente de su momento en la Historia.
El Corán señala que «un libro se envió para cada época bien determinada» (XIII,38), resaltando la importancia del contexto histórico para comprender los textos. «Cada versículo del Corán es una respuesta divina a un problema concreto, y ello no implica cuestionar el carácter divino de esta revelación sino situarla en un momento de la historia, de una cultura, de la vida de un pueblo». Según afirma Garaudy, la mayor enfermedad del Islam es «leer el Corán con ojos de cadáver».
Como ya se comentó, si se pretende encontrar elementos de violencia en el Corán, se encontrarán. Pero lo mismo ocurrirá si se quieren hallar de paz. El Corán hace numerosos llamamientos al amor, al perdón, a la tolerancia, a la paz y contra la violencia.
Religión y política
En muchas regiones del mundo, la división entre qué es religión y qué es cultura resulta muy compleja de definir. Raimon Panikkar afirma que la verdadera relación entre religión y política es una relación no dualista. «Los problemas temporales son también religiosos. Las consideraciones sobre el fin del hombre son también políticas. Lo político no puede existir separado de la religión. No hay un acto religioso que no sea también, y simultáneamente, político. Todos los grandes problemas humanos de hoy en día son de naturaleza política y, al mismo tiempo, religiosa: hambre, justicia, estilo de vida, cultura paneconómica, capitalismo, socialismo». Sin embargo, existe una diferencia entre religiosidad -característica natural al ser humano- y la materialización de ésta a través de una religión determinada. Y, más todavía, entre la religiosidad y la instrumentalización política de unos intereses concretos.
«En general, las religiones establecidas están de acuerdo con el status quo político. Es comprensible: viven de él, cuando no de él». En el caso del conflicto que nos ocupa, cabría preguntarse quién bebe de quién. En Oriente Próximo, de nuevo, tanto en el lado palestino como en el judío, se presenta una politización de la religión y una sacralización de la política. Y estas circunstancias son características del integrismo. La influencia que los grupos político-religiosos tienen en cada una de las dos partes enfrentadas es determinante, aunque no resulten beneficiados por igual palestinos que israelíes.
La necesidad de un diálogo intercultural e interreligioso
Vivimos en una época de cambio constante. El fenómeno de la Globalización, ha ocasionado un aumento de los flujos migratorios en todo el mundo. En cualquier lugar del planeta se pueden encontrar grupos de personas que profesan todo tipo de religiones.
Las tres religiones pertenecen a las denominadas religiones occidentales. En ellas, la Paz se busca a través de su dimensión externa (lo que no significa que no se busque la Paz interna, entendiendo la misma como armonía). Esta Paz externa se ha materializado a lo largo de la historia a través de pactos y acuerdos. Por ello, Islam, Cristianismo y Judaísmo son religiones que pueden realizar una gestión pacífica del conflicto que enfrenta a algunos de sus fieles a través de estos acuerdos y pactos que desde sus orígenes les han caracterizado. Así, se presenta como necesario un diálogo interreligioso.
Para poder dialogar, cada una de las partes debe estar convencida de que tiene algo que aprender de la otra a través de este diálogo y, en consecuencia, deberá estar dispuesta a cuestionar sus propias certidumbres. Así mismo, para poder dialogar, se necesita una igualdad de condiciones, ya que una paz conseguida sólo bajo las condiciones de una sola de las partes se puede llamar «victoria», pero no «paz».
Raimon Panikkar entiende que para que exista un verdadero diálogo se requiere un «desarme cultural», definido como «el abandono de las trincheras en las que se ha parapetado la cultura «moderna» de origen occidental, considerando valores adquiridos y no negociables, como son el progreso, la tecnología, la ciencia, la democracia, el mercado económico mundial, amén de las organizaciones estatales (…)Desarme no significa negación de los valores propios, sino no utilización de los mismos como armas invasoras, sin que valga la excusa de que son los nativos los que piden entrar en el club tecnocrático», para continuar diciendo que «es una afrenta hablar de diálogo a quien se está muriendo de hambre, a quien se ha despojado de su dignidad humana o a quien ni siquiera sabe de qué estamos hablando, porque su sufrimiento o su diferente cultura le incapacitan para ello». Así, una actitud religiosa puede decidirse por un desarme unilateral, aunque sea gradual.
Según Jesús María Alemany, el diálogo interreligioso se convertiría en condición necesaria por tres motivos: el primero se refiere a la necesidad de desactivar la violencia vinculada a una incorrecta interpretación o manipulación de la experiencia religiosa. El segundo hace referencia a la necesidad de un respeto y de un «diálogo entre los diferentes» en un mundo cada vez más intercomunicado e interdependiente. Por último, dado los numerosos problemas que hoy enfrenta la humanidad, sería «irresponsable» prescindir de la enorme fuerza movilizadora y la energía pacificadora de la religión.
Además, debido a su reconocimiento de la dignidad de toda persona y su llamada a la fraternidad y a la com-pasión, las religiones en su conjunto son especialmente sensibles a escuchar el clamor de las víctimas. Están capacitadas, por tanto, para enfrentar a la habitual mirada desde el poder la opción de contemplar el mundo desde abajo, desde los excluidos.
El ecumenista Hans Küng afirma que «no hay paz mundial sin paz religiosa. No hay paz religiosa sin diálogo entre las religiones». Sin entrar en el debate de si un mundo sin religiones sería menos conflictivo o no, resulta evidente que, frente a la situación actual, el diálogo interreligioso se presenta como necesario. Son muchos los intentos para dialogar, como el que aconteció en Bangkok en diciembre de 1979, cuando en una Conferencia de la UNESCO se encontraron representantes de once religiones diferentes para investigar el problema de los derechos humanos dentro de sus respectivas tradiciones. Como era de esperar, existieron divergencias filosóficas y de lenguaje. Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo en afirmar que los derecho socio-políticos eran también objeto religioso, aunque en el pasado se les hubiera prestado poca atención. La Comunidad de San Egidio en Roma, conocida por sus labores diplomáticas en la resolución de conflictos, convoca anualmente a lo largo del mundo encuentros bajo el masculino lema «Hombres y Religiones». Otra muestra, centrada en el conflicto que nos ocupa, fue el encuentro interreligioso del 23 de marzo de 2000 con representantes judíos, cristianos y musulmanes en el Instituto Notre Dame de Jerusalén.
Por otro lado, la diplomacia internacional debe realizar esfuerzos por aprovechar el potencial que tienen las religiones para transformar pacíficamente los conflictos. Un estudio realizado en EEUU dejó en evidencia «la incapacidad de la diplomacia estadounidense para comprender las claves religiosas en la legitimación de algunos conflictos, y su cerrazón para percibir la contribución de personas motivadas por razones religiosas o espirituales en los procesos de pacificación y reconciliación». La cuestión no es argumentar a favor de la religión, sino de la eficacia de la acción internacional.
Conclusiones
No puede decirse que ninguna de las tres grandes religiones monoteístas tenga un carácter intrínsecamente violento. No existen religiones violentas y pacíficas al 100%. En una religión se encontrarán más o menos elementos de paz en función de la interpretación de quien realice la búsqueda. Porque las religiones no son perversas en sí, aunque sí puede serlo la instrumentalización que se haga de ellas.
La Torá, la Biblia y el Corán fueron escritos en épocas donde los valores sobre paz y violencia de las personas eran distintos (aunque no demasiado) a los que hoy poseemos. Estos textos sagrados fueron escritos por personas que vivieron en la cultura imperante de aquel entonces. Estas culturas presentaban los valores del guerrero como valores positivos perseguidos por la sociedad, y la mujer y los esclavos tenían estatus diferentes al de los hombres libres. No me propongo establecer las diferencias que las sociedades judías, cristianas y musulmanas tienen hoy con respecto a cuando surgieron. Pero lo que sí me propongo es dejar en claro que los conceptos sobre paz y violencia han cambiado mucho. Donde en un texto sagrado se indicaba «paz», hoy podría leerse «violencia». Sin embargo, esta regulación, en un principio pacífica y positiva, fue convertida en una trampa, al obligar su adecuación sin tener en cuenta los determinados aspectos espaciales (Islam y Judaísmo existían y existen más allá de los lugares donde surgieron) y temporales (han cambiado los valores y patrones culturales).
¿Existen guerras religiosas? Por un lado, el carácter religioso de la guerra es manifiesto. La guerra, cualquier guerra, es una situación límite, donde el ser humano se enfrenta a los problemas últimos de la muerte, la vida, la justicia, la fidelidad, la obediencia, etc. Por el otro, en las tradiciones en las que no se da la separación explícita entre lo religioso y lo político, toda guerra es civil y religiosa al mismo tiempo. La mayor parte de las guerras han tenido un expreso cariz religioso o, por lo menos, se les ha buscado una justificación religiosa.
El integrismo religioso y político siempre nace de una frustración ante la soledad y la sinrazón de un mundo sin objetivos. Será endémico en todas aquellas regiones donde los principios de dignidad y justicia de las personas no estén satisfechos. Y la lucha contra este integrismo es un reto que nos incluye a todos y todas, y Roger Garaudy lo muestra muy bien con estas palabras: «La lucha contra el integrismo debe comenzar por nuestra propia autocrítica, por la toma de conciencia de nuestro propio integrismo, de nuestra pretensión colonialista de creernos forjadores y amos del mundo, en lugar de situar nuestra propia cultura en el concierto planetario de las culturas, no para asimilar las demás ni para meramente tolerarlas, sino para aceptar el verdadero diálogo, que se basa en la certidumbre de que todos debemos aprender del otro». «La lucha integrista no se puede llevar a partir de nuestro propio integrismo», a partir de «la certeza sobre la superioridad de una cultura presuntamente excepcional y universal, a partir de la cual se medirán todas las demás».
En este trabajo hemos abordado el fundamentalismo/integrismo religioso a partir del Judaísmo, el Cristianismo y el Islam. Sin embargo, existen muchos otros tipos de integrismos: científico-técnico, estalinista, político, neoliberal,….Y también otras vertientes religiosas donde la cruz o la media luna se transforman en una bandera, los libros sagrados en himnos nacionales y los dioses en patrias.
En realidad, no hay paz que no sea puramente política o puramente religiosa. La paz va de la mano de la justicia, y no puede existir una sin la otra. La esencia de la justicia consiste en la realización armoniosa entre todas las relaciones constitutivas del hombre, incluida la religión. Sin embargo, la solución va menos por el multiculturalismo y más por la lucha contra la miseria y la injusticia. El factor religioso tiene un enorme poder para la paz y para la violencia. Un diálogo interreligioso puede contribuir a un mayor y mejor acercamiento entre sociedades polarizadas por la violencia. Sin embargo, titular las guerras como «religiosas», contribuye a ocultar el verdadero rostro de la violencia: la violencia estructural de un vergonzoso sistema mundial que no antepone la dignidad de las personas como pilar de las relaciones humanas.
Bibliografía
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