Defensa, desarme y participación

Defensa, desarme y participación

(article no disponible en català) Seguridad es pues partícula inseparable de racionalidad, y el binomio seguridad-racionalidad siempre será en último extre­mo «in-seguridad», por poco predicamento que hoy pueda te­ner esta auténtica partícula así asociada. El hombre no puede vivir seguro porque su condición como tal es arriesgada, pero puede y debe estar razonablemente protegido (defendido), sin que ello le impida asumir su propia y permanente inseguridad vital. JOSÉ DE DELÁS, mientras tanto, núm.22 (febrero 1985)

Presentación

El debate sobre la defensa empieza a alcanzar en los países del hemisferio Norte dimensiones más generales, escapando del coto de sus teóricos «especialistas». A ello ha contribuido la amenazadora percepción de que aquello que llaman «de­fensa», «búsqueda de seguridad», es el camino que nos acerca al desastre. Se ha ido extendiendo la convicción de que «de­fensa» y «seguridad» eran conceptos que debían redefinirse, revestirse de una nueva lógica, vacilante y aún contradictoria, pero que reposara sobre sus pies.

Se trata de saber si existen amenazas antes de decidir si cabe defenderse, de plantearse el cómo diferenciando entre conflicto potencial (que puede re­solverse por otro camino que las armas), amenaza «real» y percepción de la amenaza (algo psicológico, cambiante y ma­nipulable). Se trata, en suma, de contestar colectivamente si tiene sentido «defenderse» con armas y estrategias cuya uti­lización provocaría resultados mucho peores que el cumpli­miento de la hipotética amenaza que dicen pretender evitar.

Dentro del conjunto de reflexiones e ideas que coadyuvan a ese intento de poner el debate de la defensa sobre sus pies ocupan un lugar destacado las propuestas de alternativas de defensa. Muchos son los modelos que se barajan, militares, mixtos, defensa exclusivamente civil, defensa popular, defen­sa no provocativa, con tecnología sofisticada, con tecnología «blanda», etc. La necesidad de ofrecer modelos alternativos a la política de defensa propuesta desde el gobierno han hecho que sea preciso buscar propuestas eficaces y moralmente aceptables para el caso español. De ahí que mientras tanto in­tente fomentar la reflexión sobre las alternativas de defensa y abra sus páginas a trabajos que señalen directrices para esos modelos, como el del comandante José de Delás que publica­mos a continuación y al que seguirán otros.

mientras tanto

Por qué defensa y no seguridad

Dicen los manuales de táctica: «Debe establecerse la maniobra en función de la hipótesis más probable de actuación del ene­migo, pero se establecerá la seguridad en función de la hipóte­sis más peligrosa». Así entendida, la seguridad es una medida de caución, pasiva en su sentido amplio, y sólo adoptada como el pararrayos ante la eventualidad de lo incierto.

Esta norma, que siempre fue respetada, no lo es hoy en los países que pertenecen a una u otra Alianza, máxime desde que la disuasión dejó de entenderse en términos de Mutua Destruc­ción Asegurada. El proceso de evolución ha sido sencillo, am­bas hipótesis han quedado confundidas y el «ambiente nu­clear» es hoy indispensable en todos los ejercicios y manio­bras. El paraguas atómico, que, como el pararrayos, podía ser factor de seguridad (sic), ya no puede proteger, al quedar in­cluido entre los procedimientos del combate, es decir, en la propia maniobra.

Otra perspectiva se ofrece a los países que no tienen pactos bélicos firmados con las potencias nucleares; para ellos sigue siendo el enemigo convencional el más probable, y la seguri­dad, al no haber quedado desfigurada, puede entenderse en su acepción tradicional.

Seguridad es pues partícula inseparable de racionalidad, y el binomio seguridad-racionalidad siempre será en último extre­mo «in-seguridad», por poco predicamento que hoy pueda te­ner esta auténtica partícula así asociada. El hombre no puede vivir seguro porque su condición como tal es arriesgada, pero puede y debe estar razonablemente protegido (defendido), sin que ello le impida asumir su propia y permanente inseguridad vital.

Trabajar con otros criterios de absoluto (estrategia de «en el peor de los casos») seguirá siendo, en este campo como en otros, inhumano, máxime cuando como ahora el lazo estado-­sociedad civil va conformando paulatinamente individualida­des depatéticas, apto cultivo inclinado a aprobar fácilmente otros abusos menos claros. ‘

La seguridad que se propone es, pues, valga el reduccionismo, la cautela, que de una forma genérica debe intentar descubrir primero las causas generadoras de los mecanismos de amena­za indiscriminada, para eliminar las que realmente puedan y deban serlo. Después vendrán las clásicas medidas pasivas, que englobarán tanto los esfuerzos de información y control como los de dispersión y protección en su sentido estricto.

Con lo antedicho queda matizado el necesario prejuicio a in­troducir en el discurso sobre la seguridad, de forma tal que en los análisis bélicos este concepto venga fijado únicamente como un aporte, que se supedita (y al que se obliga, con sus li­mitaciones) a cualquier concepción rigurosa de la defensa.

Amparar, proteger o defender un país es en principio guardar­lo, y para ello se establecen previsiones siguiendo los dictados de la teoría de juegos y el cálculo de probabilidades. Es un problema global, y en el que intervienen, en conjunción armó­nica, esfuerzos de muy diferente tipo: económicos, políticos, militares y también morales. Estos últimos, fundamentales y poco conocidos, son los que tienen como objetivo acercar -para que puedan ser totalmente asumidas por la población- ­las razones que justifican la defensa en su doble vertiente: de comprensión de las amenazas y de bondad en la respuesta (actitud ética del comportamiento guerrero).

Este enfoque desmilitariza la sociedad y hace que el término se asemeje, salvando las diferencias que impone la magnitud, al cuidado que cualquier colectivo, por pequeño que sea, pone en preservar las condiciones de vida y desarrollo de los que lo componen, siempre amenazadas por un entorno difícil, cuan­do no hostil.

Defensa y desarme pueden ser lo mismo

El hecho de que la destrucción de la humanidad sea hoy posi­ble, y que adopte la forma de suicidio colectivo forzado por la decisión de unos pocos, ha degradado la conciencia univer­sal (cultura), al obligarla a desarrollarse bajo este riesgo total y permanente. Contemplamos casi mudos situaciones de injus­ticia en el reparto de la riqueza que conducen a la desapari­ción de muchos pueblos y a la subsistencia vergonzante de otros. Por ello el hombre «culto», el bien intencionado, se ad­ministra diariamente un sedante que le libera de cualquier res­ponsabilidad; esta trampa no es otra que el recurso a la ine­vitabilidad.

La carrera de armamentos se nos plantea habitualmente como un mal necesario, inevitable, cuando en realidad esconde -y de esto en cierta medida todos somos corresponsables- el ex­clusivo objetivo de la voluntad de dominio.

Decir que el poder precisa de esa voluntad, puesto que no puede haber justicia sin coerción, es válido únicamente en la medida que aquélla se manifieste; lo que siempre debe ser evi­table es el uso injusto de la fuerza, y en nuestro contexto ha­ciendo uso precisamente de las libertades que- el mismo poder garantiza. Aunque históricamente la victoria legitimó al po­der, en el futuro sólo la interiorización colectiva de esa expe­riencia de justicia podrá sentar las bases del contrato demo­crático.

El rechazo del armamentismo como perpetuador de las estruc­turas denunciadas aboca inexcusablemente al desarme, desarme que tiene un significado voluntarista de rechazo a toda posibi­lidad de opresión; y aunque tal definición pueda parecer va­cua por genérica, lleva en sí incorporadas las pautas de todo un comportamiento pacificador. Una formulación semejante quiere expresar que el desarme real no consistirá nunca en mayores o menores limitaciones en el uso de sistemas de ar­mas más o menos potentes o dañinas, pues en el fondo tales cortapisas no modifican más que las reglas de un juego que por otra parte está siempre sujeto a nuevos abusos e inven­ciones.

El desarme es fundamentalmente un código de actitudes y com­portamientos, que abarca en el fondo toda la gama de relacio­nes interpersonales, y que se caracteriza por la clara renuncia a la previa coacción por la amenaza, entendida como aquella situación en que el cuerpo normativo no es explícito. En este sentido existe, de hecho, una clara correlación entre los térmi­nos defensa y desarme, cuando en el primero se consigue la co­participación activa de toda una población identificada en los objetivos y en los medios de esa defensa, y cuando el desar­me se entiende según la ya definida moral de actitudes.

No todos los países pueden desarrollar con idénticas posibi­lidades y costos la misma política de desarme, por cuanto al­gunos han llegado ya muy lejos en la carrera de armamentos y son prisioneros de todas las interacciones a que la misma da lugar. Para estas grandes potencias no queda otra alternativa, por el momento, que buscar con ahínco el éxito en las conver­saciones sobre limitación de armamento, esforzándose simul­táneamente por desmaximalizar sus premisas ideológicas, úni­ca forma de alcanzar un ambiente distendido de coexistencia que las haga eficaces. Existe un claro círculo vicioso que se inicia al acumular poder de destrucción; ya que a la larga im­plicará indefectiblemente mayores riesgos y menores posibi­lidades de desarme.

Para España, y en general para los países todavía no adictos al arma atómica, el camino del desarme es mucho más despe­jado; de generalizarse una voluntad semejante, podría consti­tuir el verdadero freno a la dinámica actual, simplemente por reducción paulatina del teatro de la disuasión nuclear. Siendo éste el principal aspecto de una política de defensa más racio­nal y humana, no es, sin embargo, el único. El desarme posi­ble debe estar basado, además, en una conducta bélica que dé respuesta a las aspiraciones de los defendidos, de tal forma que, si por un lado es obvio que al adoptarla no debe incu­rrirse en indefensión, también ha de serlo que su carácter no provocativo (lejos de ser criticado) se convierta en el compo­nente básico que haga que el modelo pueda ser asumido por todos.

Lo hasta aquí apuntado sería de cualquier forma inútil -triunfaría de nuevo la inevitabilidad- si no pudiera concretarse todo ello en un esquema de defensa eficaz. Este modelo existe con el fundamental logro de la conjunción de voluntades, cla­ve de toda acción emprendida en común y en este caso posible como parte inseparable de la propia coherencia del esquema.

Articulación de una defensa participativa

Antes de entrar de lleno en las concreciones que resultan de una opción semejante, conviene matizar un doble aspecto esen­cial de cualquier defensa hoy considerada alternativa.

En primer lugar, manifestar de nuevo que todos tenemos, como individuos y como grupo, el legítimo derecho a la defensa ar­mada, y que los medios a emplear en ella deben tener la efi­cacia necesaria para convencer al adversario de lo inútil de su pretensión, respondiendo, si fuera el caso, al daño que nos pretenda infligir. Hace falta señalar, no obstante, que el no compartir este criterio, sea por opción religiosa o fundada ob­jeción, no imposibilita a nuestro juicio la participación activa por vía indirecta (no colaboración, huelga, desobediencia civil, etcétera).

En segundo lugar, que la anterior aseveración se encuentra permanentemente en tensión dialéctica con el uso que se haga de los medios de destrucción, de forma que no sería lícita una acción armada que no fuera estrictamente defensiva, entendien­do como tal la que se encuadra dentro de las condiciones de:

– Lugar: El espacio de soberanía nacional, o el de aquellos países que, participando de la misma filosofía, hayan suscrito pactos o tratados bilaterales de ayuda (carácter solidario de toda defensa).

– Tiempo: Al entenderse la acción como respuesta, desechan­do, por tanto, toda iniciativa armada.

Modo: Al cumplir las reglas de la proporcionalidad.

Para continuar definiendo la alternativa, formulamos ahora cinco preguntas significativas que, de responderlas el colectivo supuestamente amenazado, configurarían, a nuestro entender, instituciones armadas muy diferentes de las actuales.

1. ¿Cuál es el enemigo? ¿Cuál SU potencial? ¿Qué grado de amenaza representa?

Es fácil constatar sin gran esfuerzo que muchos países sobe­ranos no se sienten como tales en peligro, que el riesgo real de suicidio colectivo es ajeno, como en nuestro caso, a su genui­no contexto nacional. Existen, eso sí, clásicos intereses con­trapuestos con países limítrofes; es el caso de Turquía para Grecia o el norte de África para España, y que se viven como reales aunque limitadas amenazas. No obstante, el que justifiquen ellos por sí solos la funcionalidad de los actuales apara­tos militares es más que dudoso, como difícil de entender es también que la cultura occidental en general, o el librecam­bio en el Próximo Oriente, dependan de la contribución del Primer Mundo a un holocausto incierto.

Si el enemigo, como tantas veces se apunta veladamente, son las complejas consecuencias de una economía que sabemos de­pendiente, es preciso decirlo y analizado, porque no habrá nunca auténtica voluntad de defensa ante fantasmas desconocidos. En el caso de los vecinos geográficos, si damos, por cier­ta la amenaza, debe ésta con mayor motivo medirse y cifrarse, con el rigor de haber manejado previamente todas las variables que ofrece el juego político.

Resumiendo, la primera condición del desarme es conocer el «para qué» de las armas, pues de otra forma el diálogo se pierde en fraseología sin sentido.

2. ¿Qué tipo de defensa?

Una vez centrados al conocer las necesidades reales, es pre­ciso responder a este interrogante, ofreciendo una organización defensiva que satisfaga de la forma más idónea aquéllas, y jugando en este caso con las dos aspiraciones ya contrasta­das -defensa eficaz y desarme rea1-, que en el sentido ex­puesto no deben caer ni en la engañosa teoría de la seguridad nacional ni en la respuesta desproporcionada que alimenta nuevas conflictividades.

Los modelos existentes en la actualidad no deben ser a priorí válidos, pues en general no participan de estos presupuestos. ­No existe hoy prácticamente en nuestro entorno estado en el que la fusión pueblo-ejército no sea algo más que una entele­quia, y en función de ello estamos asistiendo a una profesio­nalización cada vez más acentuada de la vida militar. Ejército voluntario y remunerado o diversas fórmulas de servicio mi­litar bajo contrato, por mucho que se muestren como un pro­greso, esconden, por un lado, la ciega confianza en las armas como únicos elementos resolutorios de los conflictos, lo que lleva al rearme cualitativo y cuantitativo, y, por otro, la posi­bilidad de empleo de la fuerza sin causa moral que la justifi­que. Pensar que la defensa militar depende de esta institución es la mejor forma de eliminar completamente la capacidad de reacción de un país y de que el ejército sea contestado.

Las características básicas que configuran una defensa partici­pativa resultan de considerarla como «guerra dentro de casa», de ahí que los aportes que precisa difieran algo de los habitua1es.

– Sería preciso una movilización organizada en función de­ finalidades concretas y cometidos, que incluyera a todos los ­ciudadanos con carácter de permanencia y de no exclusividad,­ con la lógica excepción del período de formación. En lo posib1e tendría como bases de su encuadramiento los esquemas vi­gentes de participación laboral y ciudadana. El período de ac­tividad -Servicio de la Defensa-, no daría lugar, salvo caso de amenaza real, a un ejército permanente de intervención sino que tendría como misión principal el adiestramiento y la crea­ción de las estructuras orgánicas para caso de conflicto. Por último, debería ser capaz de armonizar con la misión de las Fuerzas Armadas la contribución que a la defensa pudieran prestar las Organizaciones no violentas y el servicio de Pro­tección Civil.

– Acometería las obras necesarias en la infraestructura civil del país que garantizasen la permanencia en clima bélico del conjunto de bienes y servicios que aquélla proporciona. Calcularía asimismo los efectos que la carencia de dicha infraestructura o su prevista disfuncionalidad, caso de ser utilizada por el enemigo, pudiesen aportar a la defensa .

– Se potenciarían las pequeñas unidades, móviles y de logís­tica simplificada, así como las guerrilleras, que, conocedoras del terreno y recursos, son imprescindibles ante conflictos de larga duración.

– Es evidente que se debería contar con todos aquellos siste­mas de armas y equipos con clara significación defensiva, pero, que hacen hoy tecnológicamente posible una defensa de este tipo, a la vez que se fomentaría el esfuerzo de investigación y desarrollo para este fin.

– No sería necesario ni conveniente adoptar una política de aislamiento. Antes bien, la apertura hacia el exterior y las re­laciones de buena vecindad son imprescindibles en cualquier caso como fuente recíproca de seguridad y apoyo.

La originalidad de estas medidas dependerá tanto de la inten­sidad en el esfuerzo de imaginación y de investigación que requieren como de que sea cierta la unánime convicción de llevarlas a cabo. Resulta por otra parte también evidente que (por muchos que sean los medios, los esfuerzos y el coste que requiere una defensa de este tipo) suponen un incuestionable, desarme, pues incluso en el caso de que se mantuviese la cuan­tía del presupuesto de defensa del país, cosa poco probable, no cambiaría la motivación intencional que a nuestro juicio le da validez.

3. ¿Qué armas deben estimarse necesarias?

No sería posible en el contexto actual, con los condicionantes de todo tipo que la mentalidad moderna y occidental lleva in­corporados, pretender generalizar las conductas no violentas, como aptas y suficientes para la defensa que nos ocupa. Tampoco sería suficiente si los medios elegidos, sea por «limpios», simples o anacrónicos, no consiguieran superar las lógicas crí­ticas de ineficacia. Rehuir las nuevas tecnologías llevaría a cualquier país, en poco tiempo y gradualmente, a una dependen­cia cada vez mayor en importantes ramas del saber científico y de la investigación aplicada, (información, transporte, comu­nicaciones…). Por todo ello la decisión en este campo vendría marcada por un doble interés: por un lado, contar con los sistemas más modernos y eficaces; por otro, no sobrepasar los umbrales de un nuevo y des estabilizador rearme cualita­tivo, estando además ambos intereses presentes de igual mane­ra en los programas y objetivos de la investigación propia.

Aunque el equilibrio entre fomento y limitación pueda parecer poco claro, la frontera queda marcada por los dos esfuerzos iniciales: uno, el de reducir la importación tecnológica y, otro, el criterio de necesidad que hace definir el campo armamen­tista según coordenadas ya previstas de antemano (ingenios de­fensivos).

Contestando ya a la pregunta, podemos enumerar los siguientes: grupos de armas y equipos:

– Los básicos del combatiente, como armas individuales, minas, detectores de proximidad, etc.

– Los de mando, control y comunicación, como los de transmisiones, perturbación radio eléctrica, de vigilancia y con­trol, radares y otros que en conjunto pudiesen asegurar una información integrada e hicieran posible la máxima descentralización operativa.

– Los fundamentales para hacer frente a las amenazas en fuerza, es decir, una gran dotación de medios contracarro y un moderno y fiable sistema de defensa aérea preferentemente basado en tierra.

– Los integrados en una defensa costera diversificada y en el control de las aguas de soberanía.

– Los que proporcionan movilidad a las tropas y aseguran el flujo logística, como vehículos, helicópteros y en general los medios de los Servicios.

No pretendemos entrar en detalles, que forzosamente adolecerían del rigor necesario, pero de cualquier forma nos será fácil descubrir también análogamente con qué armas no sería lógico­ contar.

En modo alguno con aquéllas de empleo indiscriminado, en función de sus efectos o de los agredidos (personal no combatiente); a continuación, las de marcado carácter ofensivo: por­taaviones, aviación de bombardeo, etc.; y por último, con un criterio flexible, las polivalentes, que si bien pueden ser útiles, no deberían resultar, por sus mismas características, las idó­neas en cuanto a su relación coste-eficacia,. como por ejemplo­ las unidades acorazadas y blindadas.

Toda una relación de tipo similar al referido refleja, en defi­nitiva, los logros que sin pérdida de eficacia sería capaz de conseguir una correcta investigación junto a una previsión y adecuación de medios a largo plazo.

4. Exportación de armas y desarme. ¿Cómo?

Otro aspecto importante es la política que un país industrial debería adoptar en el sector, ya que, si se busca una posible aunque siempre parcial autonomía, conviene establecer entre qué límites debe moverse la industria y el comercio para no hacer incoherente el modelo. El primer límite aparece claro: se debería fabricar lo mismo que se consume y no otras armas, pues si es exportable el sistema defensivo lo deben ser también los medios de que se sirve. Más complejo es intentar cifrar el volumen, la medida, que un comercio similar debiera tener; en este sentido, y si bien vigilando no desatar las obvias inercias y rentabilidades para no acabar con vocación de marchands d’armes, es justificable rentabilizar las series, por mucho que ese cálculo entrañe en sí mismo graves dificultades.

No obstante, alguna respuesta se obtendrá si en lugar de preguntarnos el cuánto intentamos contestar el a quién. Efectiva­mente causa perplejidad que cuando se trata de vender no importen en la actualidad ideologías ni formas políticas de go­bierno. Democracias y dictaduras, de un color o de otro, son clientes de los mismos estados y empresas. Si el desarme de que hablamos se fundamenta en «conductas bélicas», se debe ser exigente a la hora de pedir las garantías de uso «legal» del armamento exportado, y esta medida ofrece por sí misma un nuevo límite al volumen de comercio que no debería ser so­brepasado.

5. Información y control. ¿Cuándo?

Por tradición, los grandes temas militares han venido rodeados de no pocos secretos y misterios, hasta el punto de que se hizo obligado que el civil no hablara del tema por desconocimiento y que el militar no lo hiciera tampoco por disciplina. Algún secreto debe existir, pero en democracia, si éstos abundan, se consigue un mal doblete: la falta de control y la de parti­cipación.

Una defensa participativa debe basarse en una información constante, veraz y completa, que posibilite el profundo conoci­miento de cada parte del esquema, de forma que éste pueda percibirse por tanto como algo fiable y propio. Asimismo, los presupuestos militares deberían conocerse y debatirse con to­dos los pormenores posibles, pulsando cuando se precise los es­tados de opinión que puedan ratificados. Se puede llegar por esta vía a una sintonía o acuerdo tan importante que incluso la propaganda se abandone por innecesaria.

No deben acabarse preguntas y respuestas. Cualquier modelo es fruto del tiempo y de muchas voluntades. El desbroce, la poca luz que sobre éste haya sido aportada, se debe, en el fondo, a la confianza en que el hombre quiere y puede encontrar siempre caminos que resuelvan con menos sacrificios la violencia que rechaza, pero a la que se siente impulsado.



Nota: *Comandante de Ingenieros



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