Las políticas de progreso que no lo son

Las políticas de progreso que no lo son
El mejor camino para construir la paz es promover procesos de seguridad común entre países que facilite la multipolaridad, la confianza mutua, el respeto a la soberanía, la cooperación y el apoyo mutuo entre estados para alcanzar una seguridad compartida.

La guerra es el “fracaso de la política y de sus líderes” (Aristóteles).

El contexto histórico actual es absolutamente diferente al del Siglo XX. En este Siglo XXI, la violencia armada y la guerra no se pueden juzgar con los mismos parámetros en que acontecieron los hechos de 1917 (Rusia), 1933 (Alemania), 1936 (España), 1939 (Guerra mundial), 1959 (Cuba) o las guerras por la independencia frente a los imperios coloniales. El contexto geopolítico es muy diferente, y, además, en el ámbito del pensamiento político, desde aquellos acontecimientos se han producido cambios muy profundos, a los que se deben añadir los planteamientos profundamente transformadores de los movimientos ecologista, feminista y los estudios por la paz. También, el de los estudios que han analizado los movimientos de izquierdas que escogieron el camino de la violencia extrema y la guerra para construir sociedades más justas; estudios que concluyen, que en los casos en que aquellos movimientos alcanzaron el poder, erraron al escoger la violencia sobre las disidencias anulando la posibilidad de que surgiera una sociedad con más justicia social.

Por otro lado, tanto ayer como hoy, sabemos que la guerra es la peor de las soluciones para resolver las controversias sociales y políticas por el terrible dolor que infligen a las poblaciones que la sufren. Sabemos, que las guerras se pueden evitar actuando sobre las causas que las motivan; que las transformaciones y revoluciones sociales se han de producir a través de mayorías que alcancen la hegemonía; que la izquierda ni la derecha no pueden renunciar, al racionalismo, al universalismo y al progreso científico como instrumentos de construcción de sociedades más justas.

Una política de progreso que se denomine como tal, hoy debe romper y criticar aquellas sociedades mal denominadas socialistas o peor denominadas comunistas, porque en ellas predominaba el control y la explotación patriarcal sobre las mujeres; porque se eliminó la libertad de expresión; porque en nombre del progreso se llevó a cabo una explotación de la naturaleza con la misma insensatez y envergadura que lo han hecho sus rivales de derechas.

En la etapa actual, se ha entrado de lleno en la nueva era del Antropoceno que sitúa a la humanidad como parte de la naturaleza y que frente a la crisis ecológica y posible colapso de la biosfera, cualquier política de progreso, para serlo, debe enfrentarse a quienes persiguen el crecimiento infinito mediante la explotación de los recursos terrestres cuando todo en el planeta es finito.

En esta simbiosis entre crisis social y crisis medioambiental que provoca múltiples violencias y guerras, una política de progreso debería reflexionar sobre los efectos negativos del militarismo

En ese contexto, una política de progreso que aspire a serlo debe enfrentarse al desarrollismo de las grandes corporaciones del capitalismo que continúan con la explotación sin límites de los recursos terrestres. Unas corporaciones, que de la mano de los gobiernos que las protegen, llegado el caso, no dudan utilizar la fuerza militar para el control o represión de las poblaciones que se resisten a ello. Algo que ha producido un aumento del militarismo a nivel mundial como nunca antes se había producido, como lo demuestra el aumento del gasto militar, el armamentismo y el belicismo, o como se opta por el uso de la violencia militar para resolver conflictos.

Un militarismo que, como ideología, se está imponiendo como estrategia de los Estados del capitalismo global para imponer su dominio sobre los cada vez más escasos recursos de la corteza terrestre para proseguir con su modelo distópico. Un militarismo que avanza con mayor profundidad en las sociedades capitalistas del Norte global.

En esta simbiosis entre crisis social y crisis medioambiental que provoca múltiples violencias y guerras, una política de progreso debería reflexionar sobre los efectos negativos del militarismo que pretende que los valores militares influyan o se impongan sobre el poder civil con la pretensión de que los conflictos tengan su resolución mediante el uso de la fuerza armada. Y, en ese sentido, caminar hacia la reducción del gasto militar y del armamentismo. En definitiva, del militarismo, y proponer el desarme con el objetivo de crear un equilibrio en seguridad a niveles regional y mundial. Buscando un mínimo denominador común en el ámbito militar que proporcione una seguridad compartida en las relaciones entre los estados. Algo a lo que aspira Naciones Unidas a través de sus múltiples demandas de desarme destinadas a evitar la competición armamentística entre estados para evitar futuros conflictos.

El mejor camino para construir la paz es promover procesos de seguridad común entre países que facilite la multipolaridad, la confianza mutua, el respeto a la soberanía, la cooperación y el apoyo mutuo entre estados para alcanzar una seguridad compartida. Y, en sentido contrario, oponerse a las políticas unilaterales, militaristas, de confrontación y de pretensión de dominación. Un camino hacia la convivencia que trabaje para substituir las sociedades competitivas y patriarcales por otras donde prime la cooperación que reduzca las desigualdades de género, sociales y viva en paz con la naturaleza. Ese es el mejor camino de las políticas que se califiques de progreso. En cambio, no merecen calificarse así, quienes continúan pensando que incrementando la fuerza militar alcanzarán una sociedad más justa y emancipada.


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Publicat en El Salto, el 29/02/2024
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